Decido ir a comprarle algo de chocolate para hacer tiempo hasta que llegue la hora, sin poder apartar de mi cabeza su imagen. Definitivamente la he echado de menos.

*

Quince minutos antes de que el reloj marque la hora a la que he quedado con Lauren ya me encuentro a las puertas del instituto. Estoy impaciente por encontrarme con ella, pero en parte deseo que no salga antes de tiempo, para evitar que me sorprenda aquí con tanta antelación y se haga muy evidente mi ansia por verla de nuevo. Pero, al contrario, llega diez minutos pasada la hora y lo que se encuentra es un bulto tembloroso de frío con una bolsa en la mano. Me sonríe antes de llegar a mi altura y pienso que lo más probable es que se esté riendo de mí, lo cual me parece perfectamente comprensible.

– Me han entretenido un poco los pavos de primero –dice exagerando una mueca de fastidio–. Y ya sabes lo pesados que me resultan los críos.

Lo sé. Lo sé muy bien porque en algún momento fui cría, y escuchaba hablar de ella, y temblaba de miedo cuando me la cruzaba por los pasillos a pesar de que fuéramos completas desconocidas. Sin embargo, después de conocerla (y de conocerla bien) supe que no era tan dura como aparentaba ni tan bruja como la pintaban. De hecho, aquellos pocos alumnos que se dieron la oportunidad de conocerla acabaron tratándola como una colega más. Y yo, aunque me costó tiempo y esfuerzo, terminé descubriendo que debajo de esa coraza forjada para hacerse respetar había un océano de sensibilidad. Y eso es lo que más me gustó de ella.

– ¿Vamos? –pregunta señalando la calle al otro lado de la puerta con un movimiento de cabeza.

Entramos en la primera cafetería que vemos abierta, porque hace frío para deambular por la calle buscando otra, y cuando nos sentamos aprovecho para dejar sobre la mesa la bolsa que he comprado.

– Esto es para ti.

Ella coge la bolsa, con la boca entreabierta de asombro, y mira en su interior.

– ¡Es chocolate! –exclama como una niña pequeña con zapatos nuevos–. Veo que te acuerdas de lo mucho que me gusta.

– Bueno, teniendo en cuenta que en las ocasiones especiales siempre llevabas a clase pasteles de chocolate hechos por ti, y terminabas comiéndote la mayoría...

Lauren me da un golpe en el brazo entre risas.

– Cállate, están buenísimos.

– Eso sin contar cuando, mientras hacíamos un examen, te comiste un bote entero de galletas de chocolate sin darte cuenta.

– Qué vergüenza. Debísteis haberme parado.

Nuestras risas se entremezclan con el murmullo que hace de música ambiental en este lugar. Un camarero se acerca a nuestra mesa, memoriza nuestros pedidos y se marcha.

– Gracias –me dice finalmente alzando la bolsa–. Mañana te diré que te odio por haberme hecho engordar, pero hoy te digo gracias.

– Pues espero que lo tires al llegar a casa, porque no quiero que me odies –contesto siguiéndole la corriente.

– No podría hacerlo, Camila –dice con una tierna sonrisa.

– Siempre puedes dárselo a tu marido –resuelvo.

– No, idiota. Odiarte.

Sonrío haciendo honor a lo que soy; una idiota. Nuestros cafés llegan y su aroma invade mis fosas nasales. Me gusta tanto el olor del café que tengo que esforzarme para no cerrar los ojos, como suelo hacer cuando estoy sola.

– Y hablando de tu marido, ¿cómo está? –pregunto, y siento una leve punzada en el pecho que ya estoy acostumbrada a ignorar.

Ella desvía la vista distraídamente hacia el café y comienza a removerlo con la cucharilla, a pesar de que los dos azucarillos descansan intactos sobre el plato. Veo algo en su mirada que no sé interpretar y, aunque dura décimas de segundo, me arrepiento de haber preguntado.

– Bien –responde recuperando su naturalidad–, mi... él está bien.

Asiente con la cabeza, quizá para darle más seguridad a sus palabras, quizá para darse a sí misma la seguridad que le falta. El hecho de que esté sonriendo no me impide ver ese brillo extraño en su sonrisa, eso que le quita luz, y de pronto me doy cuenta de que tiene las ojeras más grandes que le he visto nunca.

En silencio envuelvo la taza de café con mis manos y las dejo calentarse un par de segundos.

– ¿Y tus padres, están bien? ¿Siguen volando cuchillos en tu casa o ya sólo fingís no conoceros? –bromea jocosa.

– Están bien –contesto–, bien pesados, como siempre.

Lauren suelta una carcajada que es música para mis oídos y sacude la cabeza con ese gesto que sabe que me molesta tanto.

– Qué edad más mala –comenta en un suspiro sacando la cucharilla del café y dejándola a un lado.

Y yo pico el anzuelo.

– Tengo diecinueve años. Ya no estoy en la edad del pavo. Y además... ¿De qué te ríes?

– De que te hagas la ofendida. La que no está en la edad del pavo soy yo. Aunque tampoco es que sea mucho mayor que tú –dice echándose el pelo hacia atrás en un forzado gesto presuntuoso.

– Te recuerdo que sé tu edad, y me llevas veinte años –digo, y tengo que ignorar otra ligera punzada de dolor.

Ella se hace la indignada pero no aguanta mucho antes de reírse.

– Eso puede quedar entre nosotras.

Nos llevamos la taza a los labios casi al mismo tiempo y puedo ver de soslayo cómo se detiene a mitad de camino, dejándola suspendida en el aire y aspirando el aroma del café con los ojos cerrados.

El arte en una mirada; CamrenWhere stories live. Discover now