XI: Galletas en el lado oscuro

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-¿Estás segura de que no quieres elegir ninguno?- te pregunté mientras revolvía la caja que me habías dejado inspeccionar, cuando notaste que su contenido me había puesto de buen humor, y no ibas a perder la oportunidad de algo que quitará la cara larga que había portado todo el día.

-Sí, no importa- me respondiste, dejando tu labor por un momento, que consistía en revolver el viejo closet buscando el botiquín que tenían guardado- Pienso que tienes mejor gusto que yo para esas cosas- expresaste antes volverte a voltear, no podía evitar sentir cierta felicidad al ver que Arabella confiaba en mi criterio al arte.

Tu madre no se encontraba en casa, así que no teníamos a quien preguntarle, ya que no te acordabas con exactitud de su paradero, la casa estaba sola para nosotras, y estábamos explorando sus rincones mientras descubríamos los recovecos de nuestras cabezas. No me dejaste ayudarte, y preferías que siguiera en mi búsqueda infantil, creo que era un alivio para ti para que mi mente se ocupará de algo mientras intentaba botar las malas memorias.

-Lo conseguí- exclamaste animada, al encontrarlo al fin después de una media hora, graciosamente te habías sincronizado conmigo, porque yo también había encontrado una joya que se ganaba toda mi intención, satisfaciendo momentáneamente mi búsqueda para centrar toda mi atención en ella.

-Yo también conseguí algo muy bonito- dije levantándome de la alfombra felpuda de tu cuarto, y asomando mi cabeza por el marco de la puerta, pude observar como con un delicado ademan cerrabas las puertas corredizas del closet, la casa despedía un aire a viejo por todas partes, con sus pisos de madera que rechinaban de vez en cuando, sus paredes pintadas de tonos amigables color pastel, y los muebles que parecían de distintas épocas. Yo sujetaba la funda en mis manos, y te seguí entre el recorrido de pasillos y puertas, hasta llegar a la sala, a la cual me indicaste que esperara mientras traías cosas de la cocina.

A pesar de que la sala estaba provista de muchos muebles en los cuales sentarse, lindas sillas talladas de madera brillante, y sofás con cojines esponjosos y estampados de flores de colores chillones, yo decidí sentarme a esperarte en la alfombra, igual de suave con la que decorabas tu cuarto, ahí posé mi cuerpo colocando la funda y el botiquín en la mesa de centro, no podía evitar pasar las manos y los pies por la superficie suavecita.

Era todo tan cálido, y mi llama se regocijaba al verte de una manera tan familiar, tan relajada, la diosa había abandonado su manto de perfección, y había abierto su cofre lleno de mariposas, mariposas que solo yo podía ver y que se mantenían encerradas ante los ojos de los demás, yo tenía el placer y la fortuna de verlas aletear entre las flores, con sus colores brillantes y sus formas finas, estabas tan fresca, soltando tu excelencia fría y distante, y sustituyéndola por la magia y la belleza de los defectos y el descuido, posábamos los pies descalzos entre la madera vieja, tus bellos pies pequeños y blanquitos recorrían con decisión los pisos dejando detrás de ellos su característico sendero de flores, siempre he disfrutado de seguirlo, como si siguiera un camino que me llevara hacía ti, hacía el tesoro, habías desabotonado los primeros dos botones de la camisa y la sacaste del agarré de la falda, liberando a tu figura de la presión y dejándola volar entre la tela color beige. Qué atrevido rostro ocultaba la diosa entre la máscara inmutable de marfil.

Era la visión más hermosa que pudiste entregarme, mi cola puntiaguda había vuelto a poner en marcha su motor al ver entre los muebles y estantes de la sala, uno donde reposaba un tocadiscos, de esos que eran un estuche.

Tu llegaste atravesando el umbral de lasa, sujetando entre tus finas manos una brillante bandeja de plata.

-¿Qué voy a hacer contigo?- reíste al observar a mi persona posada en el suelo.

Relatos de un demonio sin nombreWhere stories live. Discover now