Capítulo 24. Las últimas piezas

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Los vastos latifundios que evocan pinturas renacentistas dieron paso al arrebato demoledor de la urbanidad contemporánea en mi ventana. Solo faltan unas horas para llegar a Ámsterdam y los contrastes que me presentan estas imágenes, son el fiel reflejo de mi interior.

¿Quién hubiera imaginado, que un viaje con añoranzas de pubertad desembocaría en semejante drama? Hemos llegado a un punto inauditamente crítico. Diego y Eneas enemistados, tal vez para siempre. Lo prohibido, lo real y lo incierto, en el medio de la catarata de recuerdos y de mi propio duelo.

El presente roza con el absurdo.

A pesar de ello, una pequeña luz comienza a titilar en mi interior y sé que la tengo que seguir, porque es la antorcha de mi propia búsqueda.

Por ello es que no puedo dejar de escribir, es mi obligación hacerlo. Como así también lo es, ordenar el caos que me rodea. Fui yo misma la que lo hizo estallar.

Aunque todo parece ser sombrío e irresoluble, es esa fuerza que se está gestando dentro mío, la que me impulsa a escribir un mensaje al grupo del club:

Estamos en shock grupal, lo sé.

Pero hay algo importante que debo decirles,

Les propongo que nos encontremos en el coffeeshop que teníamos previsto en Ámsterdam.

Nadie contesta. Lo llamo a Diego y no lo encuentro, le dejo un mensaje en la casilla de voz.

Suena mi celular y me sobresalto, es el número de Luciana.

—Hola Azul, antes de que todo esto termine en un infierno, tengo que confesarte algo... —Su voz desesperada solloza culpa.

¿Mas? Recojo mi cabello hacia un costado para sostenerme de algo, mientras mi corazón late a la espera de lo peor. Pero la incertidumbre es la enemiga de cualquier cuota de tranquilidad y sensatez en este momento. Una dosis mayor de drama no va a cambiar el estado de emergencia en el que nos encontramos, pienso y sombríamente digo:

—Por favor, decilo.

Un pequeño silencio se le hace eterno a mi palpitante pecho.

—Diego y yo también tuvimos una historia —su voz tiembla como nunca antes.

No me lo esperaba. Es como si me hubieran empujado dentro de un mar glaciar, siento un frío irreconocible.

—¿Qué? —Sueno metálica.

—Fue algo fugaz...dos personas sufrientes buscando consuelo. —Intenta explicar.

—¿Por qué me decís esto ahora Luciana? —Mi voz escapa gélida.

—Porque no quiero sufrir más, no quiero que nos lastimemos, porque tenes razón, hay que tener coraje —Habla con dificultad, como si le faltara el aire—. Porque no quiero que todo termine, porque te quiero a vos y los quiero a todos—. Su voz se quiebra por completo junto a mi corazón.

—Decí algo —suplica.

Sus palabras vagan desordenadas en mi frágil caleidoscopio mental de vivencias. Mi silencio se propaga, porque necesito ordenarme, porque quiero intentar encajar las piezas. Sin embargo, una quietud me recubre.

—Gracias por la sinceridad, debería ser sanadora...

Hago una pausa para tragar.

—Pero en este momento tengo que cortar, lo entenderás.

Mi aplomo es desconocido.

—Si, entiendo... perdón.

Otra vez lloro, aunque ya no tengo lágrimas para cubrir todo lo que sucede, no existe ningún rincón de mi ser en dónde no haya tristeza, desconsuelo o reproche. A pesar de la noticia, no sollozo de bronca o por la infidelidad. No lloro por mí, lloro por nosotros, por lo que fuimos, por lo que pudimos ser y por lo que somos. Pero fundamentalmente lloro por Diego, porque a pesar de la ardiente fealdad de la noticia, lo descubro inevitablemente humano. Logro entender, a pesar de mi propia fragilidad emocional, que es lo que tristemente lo llevó a ese lugar. Nos descubro a ambos, las explicaciones sobran....

No creo haberme convertido en la madre Teresa, pero logro ponerme inclusive en el lugar de Luciana. Más todavía al recordar aquello que sucedió en Brasil, cuando ella se enteró que estaba embarazada... y Eneas simplemente huyó.

Sí, ese fue el verdadero motivo por el que Eneas desapareció, de un día para el otro, en el viaje en el que coincidimos en el verano. Me enteré de pura casualidad, al ser testigo oculta de una conversación íntima entre ellos.

Charlaban afuera del restaurant y me acerqué para avisarles que íbamos ir a caminar por la playa, cuando algo me detuvo. La cara expectante y asustada de Luciana detrás de la puerta me frenó y solo pude escuchar cuando ella le confirmaba esperanzada la noticia del atraso. No pude ver la cara de él, solo oí un frío "ya sabes lo que pienso del tema" y registrar una lágrima dura cayendo por el pómulo de ella.

Nunca supieron que estaba ahí, porque volví turbada a la mesa, como si nunca aquello hubiera sucedido. Estoy segura de que tomó una decisión desesperada al no continuar con un embarazo de pocas semanas, por miedo a perder a quien creía al amor de su vida. Y no creo que nadie pueda convivir fácilmente con las consecuencias de semejante desgarro emocional y corporal por el resto de su vida.

Y ahí estaba Diego, justamente lo opuesto a Eneas, tan destrozado por nuestra propia tragedia y la mía, la de haber sepultado el duelo. Tan protector y con tantas ganas de ser padre. El destino de alguna manera los unió para sobrevivir al dolor.

Y ahora, desesperadamente marco el número de Diego que por segunda vez no atiende. Su celular está offline y un temor desagradablemente anticipatorio me hace creer que la tragedia, tal vez, conviva más tiempo con nosotros.

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