Capítulo 22. Crying Wolf

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"Una loba acaba de dar a luz a un cachorro, pero su dolor es inabarcable. No es el cuerpo vulnerado y rasgado por el parto, tampoco la soledad propia de ese momento atávico, la que desgarra el alma y hunde el cuchillo en su corazón. Es la oscuridad avanzando sobre ese crío para robarse el llanto. La loba aúlla, mientras su hocico intenta ponerlo de pie, para que chille junto a ella de felicidad y de miedo, para que mame hasta dormirse satisfecho, para que juegue y sueñe con ser el rey de la manada, para que grite existencia. Intenta ser una diosa loba, para que la vida le gane a la muerte. Pero el universo, es un cruel titiritero y no le ha convidado ni una pizca de magia para encender vida"

Un goteo inmenso inunda la libreta que tengo frente a mí, llevándose lo que escribí con el agua de una marea. Eneas ya no está, queda el resabio de su olor y el recuerdo de un dibujo. Diego tampoco, su figura, como la de un ángel guardián, vaga a mi alrededor. Solo un drama, el que mi cuerpo y cabeza intentaron ocultar, como el crimen de un perfecto asesino en un policial borgiano.

Ni la represa más grande del mundo puede contener el agua que está por venir. Un diluvio convive conmigo, mientras comienzo a recordar a la velocidad que viaja el tren destino a Amsterdam.

...

Era una mañana cálida de otoño y había despertado con una felicidad nueva. No por tener al lado al hombre mi vida y sentirme amada como nunca antes, tampoco por respirar plenitud en mi profesión, ni siquiera por la satisfacción de cada pequeño logro diario en mi vida. Era algo mayor, definitivamente desconocido, pero inmenso como nunca antes sentí, algo tan grande que ni siquiera sentía me pertenecía. Aunque no podía ser más mío y de Diego, como el amor mismo que lo gestó.

La luz de la mañana entraba por la ventana filtrándose por el enorme pino detrás de ella, calentándome los pies de a chispas, mientras lo observaba a Diego en su preciosura durmiente intentando buscar en mi mente, como todas las mañanas desde que me enteré, el momento preciso en que sucedió la magia. Quería saber exactamente el día y la hora, para entender de qué manera habrían estado alineados los astros en aquel instante. Empezar a trazar una trayectoria y novelarla hacia adelante.

Un haz de cautela y un pinchazo en el corazón, sin embargo, me detuvieron; no quería alimentar la ilusión nuevamente, había costado mucho llegar hasta aquí, habían sucedido innumerables intentos fallidos.

Sentí frío, a pesar de que el sol estaba empezando a picar, pero no duró demasiado, ahí estaba Diego, despierto con el calor de sus besos protegiéndome de mis fantasmas. No era necesario nada más que eso para ahuyentarlos, y sus ojos, esos faros esperanzadores y perennes, hasta en el océano más solitario del universo.

—Te amo y ni se le ocurra a esa cabecita loca temer por nada. —Tocó mi rostro y señalo mi sien. Diego me conocía más que yo misma, sabía cuándo y cómo rescatarme, incluso de mis propias sombras.

Una lágrima diminuta se deslizó solitaria por mi pómulo, pero no quise que ninguna otra la acompañe, no quería que se sienta poderosa para hacer una revolución.

—También te amo, como nunca amé a nadie.

Era puramente cierto. Hasta él, solo habían sido enamoramientos adolescentes, no había llegado mas que al terreno de la piel y las sensaciones. Con Diego creció algo más grande que mi propio yo, incluso más enorme que ambos. En mi seno, había algo tan grandioso como nunca lo imaginé.

Los días pasaron y sentí crecer en mi interior esa felicidad cada instante. Imagínense lo que fue ver a esa vida latir por primera vez ante mis ojos: tan chiquitita, tan frágil pero tan fuerte, como nuestro propio amor. Fue la emoción más intensa y profunda que viví en mi vida, verlo palpitar y saltar en un monitor, parecía algo irreal y fantástico.

Con Diego nos animamos a aventurar nombres y escenas en un futuro siendo una familia feliz, cocinando tortas y galletas, imaginando viajes desordenados, comprando juguetes anhelados en nuestra infancia y bromeando sobre el futuro de un pequeño maní hecho niño, adolescente y adulto.

Llevábamos siendo tres catorce semanas de ensueño, como si siempre hubiera sido así.

Pero un día amaneció más gris que de costumbre, un potente rayo anunció sonoro por décadas el mal presagio. Lo percibí antes que el dolor. Algo que vibraba allí dentro, ahora era puro silencio y quietud. De a poco, sentí crecer el miedo como una enredadera, avanzando para cubrirme por completo y quedar totalmente tapada por ella.

Un mar de sangre, sal y gritos. La angustia hecha locura, un infierno en la tierra. La ambulancia llevándome abrazada a un Diego transparente de dolor como nunca jamás lo ví. Un anuncio fúnebre y una sentencia tristemente milenaria: ya no podríamos seguir intentándolo. Era nuestra última chance.

Aunque ya no importaba si era la primera o la última, lo único que dolía de manera monstruosa e irreal era que ya no estaba, que no éramos aquellos tres, que solo era esa loba destrozada y llena de lágrimas.

Una loba que también comprendió lo que era capaz de amar, al ver en el sufrimiento de su compañero su peor dolor. Vió la magnitud con la que lo amaba, al darse cuenta de que no podía perdonarse nunca ser la culpable de esa angustia ulcerante como un ácido en la mirada de Diego. De haberle arrebatado la nobleza de la hombría, mientras sus lágrimas brotaban sin poder detenerlas, ni siquiera con un corte de la espada que siempre lo empoderó.

Sentí caer en un pozo tan profundo como oscuro, no ver ni una luz, ni recuerdos, tampoco, deseos o sentimientos. Mi identidad implosionándo, un apagón de Azul.

Y así fue como desperté al otro día, sin saber nada más que lo que había en mi superficie, como si ello no hubiera existido, como si hubiera sido un precioso sueño convertido en pesadilla borrada por la vigilia. Al final, solo quedaban nuestras formas, como figuras en dos dimensiones, sin volumen ni profundidad, junto a una copia troquelada de nuestras almas. 

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