http://20_LA HORA DEL SACRIFICIO

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Durante la siguiente hora, Hange telefoneó a Harry cinco veces y se mordió las uñas con tanta insistencia que acabó sangrando. Pero el inspector tenía el celular apagado. Cada llamada inútil era un clavo en el ataúd de su hermano.

En la central de la comisaría pidió hablar con algún jefe; no lo consiguió. Intentaron convencerla de que Harry era su mejor detective y de que seguro que tenía el caso controlado.

La tía Liz se había pasado la última hora en la cocina, mano sobre mano, aguardando una llamada que le anunciara la liberación de su sobrino.

Hange había recorrido el pasillo sigilosamente y había descubierto a su tutora con la mirada en el techo, seguramente rezando, en actitud contemplativa. No quiso interrumpirla y regresó a su habitación, donde observó con infinita frustración el movimiento de las agujas del reloj.

Si sus cálculos no fallaban, sólo quedaba una hora y cuarenta y cinco minutos para el sacrificio. Harta de esperar, tomó por última vez el teléfono y marcó el número del inspector. Si no contestaba, tendría que tomar cartas en el asunto. Cuando volvió a responder la contestadora, Hange, aprovechando que su tía continuaba conversando con Dios, salió del lugar.

Por segunda vez su promesa de no intentar ser una heroína de película quedaba aplastada bajo el peso de la desesperación.
«Lo siento en el alma, tía, perdóname», pensó tan pronto pisó la calle.

La discoteca 64 se encontraba en la otra punta de la ciudad, en una zona repleta de naves industriales abandonadas, donde muchos jóvenes de los llamados «poligoneros» acudían los fines de semana para divertirse en sus locales nocturnos.

El taxista se mostró extrañado de que una chica tan joven quisiera acudir a un lugar tan poco recomendable, pero todavía se sorprendió más de que quisiera hacerlo un día en que las discotecas ni siquiera estaban abiertas. Cuando llegaron al polígono, el conductor le preguntó si estaba segura de querer quedarse en un lugar tan solitario.

Hange se hizo la valiente diciéndole que no se preocupara, que todo estaba controlado, que había quedado con unos amigos. Para asegurarse de que ese hombre no se inmiscuyera en ese asunto, le dio una buena propina.

Segundos después, cuando el taxi desapareció por una de las calles y cuando la escasa iluminación del área ensombreció todavía más los edificios del entorno, Hange sintió un escalofrío recorriéndole el espinazo.

Tras el trauma pasado en los grandes almacenes, ahora se encontraba sola en un lugar inhóspito, a punto de cometer una nueva locura. No se reconocía a sí misma, su vida había tomado unos caminos demenciales.

Había pedido al taxista que la dejara a unos doscientos metros de la antigua discoteca 64 porque no quería que los miembros de la secta la vieran llegar.

Después había caminado, siempre entre sombras, hasta vislumbrar la fachada de la fábrica, de la que colgaba, desvencijado y oxidado, un gigantesco rótulo donde podía leerse:
«Abierto sesenta y cuatro horas seguidas».

Hange nunca había entrado en una discoteca porque su edad, y su tía, se lo impedían, y no entendía cuál podía ser la gracia de pasarse sesenta y cuatro horas bailando en un lugar oscuro, cerrado, asfixiante.
Pero ahora eso era lo de menos.

Debía salvar a su hermano y cualquier pensamiento que la desviara de ese objetivo le parecía una pérdida de tiempo.
Se acercó a una de las entradas del edificio con prudencia. No estaba segura de que la secta pensara utilizar aquel lugar para llevar a cabo el sacrificio, pero confiaba en la intuición de Levi.

No había otra esperanza a la que agarrarse. La puerta de emergencia emitió tal chirrido cuando Hange la empujó que le provocó un estremecimiento.

-Levihan- El chico que vivía encerrado en una habitación Where stories live. Discover now