Capítulo veintiuno.

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No teníamos a nadie. Había pagado un funeral, con el poco dinero que me habían dejado mis papás, y con lo poco que Félix tenía. Era un velorio, y no había nadie para llorar por su muerte. Nadie más que yo. Estábamos solos en el mundo, y no era a mí a quien habían dejado sola. Había sido yo la que lo había dejado morir solo en una habitación que no era suya, con ropa que no le pertenecía y que muy seguramente sería entregada al siguiente paciente que llegase.

Según había entendido, él abrió la puerta que no le permitía salir a recorrer el lugar, con un gancho que sacó de mi bolsillo cuando me abrazaba, y se robó un frasco de pastillas para calmar la depresión. Se había tomado una manotada de ellas, y para cuando lo vieron, ya había saliva saliendo por su boca y sangre de su nariz. La muerte no le había dado tiempo ni de llegar a la cama para morir como él siempre había querido, dormido.

Ahora estaba yo sola, parada frente a un cajón que sería el nuevo cuarto de la persona que siempre tenía mi espalda, la persona a la que se la había dado. Yo había volteado para no ver que él sufría, había olvidado quién había sido él en mi vida, y yo me estaba muriendo. Me estaba muriendo porque no teníamos a nadie más, y lo peor del asunto era que a él eso no le importaba, mientras me tuviese a mí.

"¿Artemis?" La voz de Anika y la mano de Luca Polo en mi hombro me habían sorprendido. Había pasado cinco años de mi vida con una sola persona, que ahora ya se había ido, pero al menos la lloraría con otras dos que se habían vuelto fieles a mi dolor.

Recuerdo que pasé toda la noche con mi cabeza sobre el ataúd y mis dos nuevos amigos a mi lado, acercándome la espalda y sin decir una palabra. Félix no los había conocido, pero seguramente se hubiese alegrado de que en su funeral había personas que me apreciaban lo suficiente como para pasar tantas horas a mi lado, viéndome llorar, dejándome llorar.

Número tres.  [COMPLETA]Where stories live. Discover now