Capítulo 42

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El silencio que le sigue a las palabras de David es tan abrumador, como doloroso. No quiero creerle. No quiero meterme en la cabeza la idea de que Gael me ha ocultado algo tan importante como eso; pero, al mismo tiempo, no puedo apartar de mi sistema la sensación de deslealtad que me embarga. No puedo apartar de mí la traición que empieza a colarse en mis huesos.

—¿Qué pasa, Tamara? —la voz de David suena cruel y socarrona ahora—. ¿Le han comido la lengua los ratones?

Aprieto la mandíbula.

—¿Ha terminado ya? —digo, con toda la serenidad que puedo imprimir en la voz y le agradezco a mi voz por no fallarme. Por no delatar que el corazón me duele de la forma en la que lo hace—. Tengo muchas cosas que hacer y, francamente, esta plática solo está quitándome el tiempo.

Una carcajada me recibe del otro lado del teléfono una vez que termino de hablar.

—No he terminado —dice, pero no suena como si quisiera seguir con nuestra conversación—, pero voy a dejarlo así por ahora. Si desea saber más respecto a mi nieto y esa vida que mi hijo le ha ocultado, ya sabe dónde encontrarme. Aunque creo que lo mejor es que vaya a buscar a mi hijo para que sea él quien se lo cuente todo. Esta mañana llegó del viaje que hizo a España, así que le recomiendo que le pida explicaciones directamente.

—¿Viajó a España? —mi voz suena herida, pero en estos momentos, ni siquiera sé qué es lo que está lastimándome más: si lo que me dijo David respecto al pasado de su hijo o enterarme que se marchó a España y ni siquiera tuvo la delicadeza de enviarme un mensaje o llamarme para contármelo.

—Fue un viaje de improvisto —David suena encantado con nuestra interacción—. Al parecer, Luciana, la madre de mi nieto, estaba exigiéndole una reunión en persona. Gael no pudo negarse a sus chantajes y fue a verla. Creí que lo sabía, señorita Herrán. Supongo que mi hijo habrá tenido motivos suficientes para no contárselo.

—Señor Avallone, debo irme —digo, al tiempo que trato de ignorar por completo el tinte venenoso con el que habla—. Por favor, no vuelva a molestarme.

—No se le olvide, Tamara, que usted y yo tenemos un contrato que necesito que cumpla.

—Por mí, puede meterse su maldito contrato por el culo si así lo desea —refuto, molesta por la forma en la que trata de chantajearme y otra risotada resuena en el auricular de mi teléfono.

—¿Esa es tu última palabra al respecto?

—Que tenga una buena tarde, señor Avallone —replico y, sin darle tiempo de decir nada más, finalizo la llamada.

Almaraz no se ha ido para ese momento. Sigue aquí, de pie frente a mí, con la angustia grabada en el gesto, y la inseguridad y el miedo tallados en la curvatura de sus hombros.

—Señorita Herrán... —comienza, pero hago un gesto con la mano para que se detenga.

—No creo que vayas a tener problemas con el señor Avallone —digo, con toda la firmeza que puedo imprimir en mi estado emocional—. Ya me ha dicho eso que quería decirme, así que vete tranquilo.

La mirada incómoda e incierta que me dedica hace que me dé cuenta de que no me cree; pero, a estas alturas, no me interesa en lo absoluto que no lo haga. A estas alturas, que Almaraz no confíe en mis palabras es la menor de mis preocupaciones. Es la menor de mis angustias...

El hombre asiente.

—De acuerdo —dice, pero no suena muy seguro de sí mismo cuando lo hace—. Me retiro, entonces.

MAGNATE © ¡A la venta en Amazon!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora