C. Pierna y brazo. El Pequod, encuentra al Samuel Enderby, de Londres

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—¡Sí, sí, amigo! ¡Vamos a chocar los huesos! ¡Un brazo y una pierna! Un brazo que nunca se puede encoger, ya se ve; y una pierna que nunca puede correr. ¿Dónde ha visto la ballena blanca? ¿Cuánto tiempo hace?

—La ballena blanca —dijo el inglés, señalando con su brazo de marfil al este, y lanzando una mirada contrita a lo largo de él, como si hubiera sido un telescopio—: Allí la vi, en el ecuador, la temporada pasada.

—¿Y fue la que le arrancó este brazo, no? —preguntó Ahab, deslizándose ahora del cabrestante, apoyado, al hacerlo, en el hombro del inglés.

—Sí, al menos, fue la causa de ello; ¿y esa pierna, también?

—Cuénteme la historia —dijo Ahab—: ¿cómo fue?

—Era la primera vez en mi vida que navegaba por el ecuador —empezó el inglés—. Entonces no sabía nada de la ballena blanca. Bueno, un día arriamos las lanchas por una manada de cuatro o cinco ballenas, y mi lancha hizo presa en una de ellas; un verdadero caballo de circo era, también, que empezó a dar vueltas y vueltas de tal modo que mis hombres sólo pudieron mantener el equilibrio plantando las popas en la borda. Al fin, salió del fondo del mar una enorme ballena saltando, con cabeza y joroba blancas como la leche, toda arrugas y patas de gallo.

—¡Era ésa, era ésa! —gritó Ahab, dejando escapar de repente el aliento contenido.

—Y con arpones clavados cerca de su aleta de estribor.

—Sí, sí... eran míos..., mis hierros —gritó Ahab, exultante—: pero ¡adelante!

—Déme una ocasión, entonces —dijo el inglés, de buen humor—. Bueno, ese viejo bisabuelo de cabeza y joroba blancas, se metió corriendo, todo espuma, en la manada, y empezó a dar mordiscos furiosos a la estacha del arpón.

—¡Sí, ya entiendo! Quería partirla; liberar el pez sujeto... Un viejo truco..., lo conozco.

—Cómo fue exactamente —continuó el capitán manco, no lo sé, pero al morder la estacha, se le enredaron los dientes y se quedó atrapado no sé cómo; pero entonces no lo sabíamos, así que cuando luego remamos para recuperar estacha, ¡paf!, fuimos a posarnos en su joroba, en vez de en la joroba del otro pez que salió a barlovento, agitando la cola. Viendo cómo estaba la cosa, y qué ballena más grande y noble era —la más noble y grande que he visto en mi vida, capitán—, decidí capturarla, a pesar de que parecía tener una cólera hirviente. Y pensando que aquella estacha azarosa podía soltarse, o que podría arrancar el diente que se había enredado (pues tengo una tripulación diabólica para tirar de una estacha), viendo todo eso, digo, salté a la lancha de mi primer oficial, el señor Mountopp, aquí presente (por cierto, capitán..., el señor Mountopp; Mountopp, el capitán); como iba diciendo, salté a la lancha de Mountopp, que, ya ve, estaba borda con borda con la mía, entonces, y agarrando el primer arpón, se lo tire a ese viejo bisabuelo. Pero, dios mío, vea, capitán; por todos los demonios, hombre; un momento después, de repente, me quedé ciego como un murciélago... de los dos ojos..., todo en niebla y medio muerto de espuma negra... con la cola de la ballena levantándose derecha, vertical en el aire, como un campanario de mármol. No servía entonces echar atrás; pero como yo iba a tientas a mediodía, con un sol cegador, todo diamantes; mientras iba a tientas, como digo, buscando el segundo arpón para tirárselo por la borda, cae la cola como una torre de Lima, cortando en dos mi lancha, y dejando las dos mitades en astillas; y con las aletas por delante, la joroba blanca retrocedió por el desastre, como si todo fuera trozos. Todos salimos disparados. Para escapar a sus terribles azotes me agarré al palo de mi arpón, que llevaba clavado, y por un momento me sujeté a él como un pez que mama. Pero una ola, golpeándome, me separó, y en el mismo instante, el bicho, lanzando un buen arranque hacia delante, se zambulló como un pez, y el filo de ese segundo arpón maldito, remolcado junto a mí, me alcanzó por aquí (se apretó con la mano por debajo mismo del hombro), sí, me alcanzó por aquí, digo, y me bajó a las llamas del infierno, según creí; cuando en esto, de repente, gracias a Dios, el filo se abrió paso a través de la carne... a todo lo largo del brazo..., salió cerca de la muñeca, y yo volví a flote... y ese caballero les contará el resto (por cierto, capitán..., el doctor Bunger, médico del barco; Bunger, muchacho..., el capitán). Ahora, Bunger, chico, cuenta tu parte de la historia.

Moby DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora