Lo que más le emocionaba a Ariel era la idea de poder hablar al fin, de escuchar su voz verdadera. Pero sus hermanas y su padre el rey Tritón solo querían que ella madurara de una vez para entregarla a otro tritón joven y fuerte, así tendría bellos tritones guerreros que los defenderían de los tiburones y las otras criaturas del mar. Estaba harta de eso, de que negociaran con su vida, de que le repitieran día y noche lo que toda sirena buena debe hacer. No podía soportar la idea de que quisieran entregarla a un tritón, que sería como su cosa, la propiedad de alguien más. Ella era su propia dueña, ¿eso no estaba claro?

Quería ser libre, quería hablar, quería ir a la superficie y conocer el mundo. Ver humanos, ver eso que calienta, lo que llamaban "sol". Las plantas secas, los animales de tierra. Ver cómo vivían los humanos de cerca, sus construcciones en la tierra. Quería conocer el cielo azul, las estrellas, la luna, todas esas cosas bonitas de las que hablaban. Por eso Ariel era consciente que si quería ver todo eso tenía que dejar Aquaea, tenía que ser la nueva Erena. Y el gran día había llegado.

Salió del palacio de corales despacio, era muy temprano para el mundo terrestre, y según los cálculos aún no amanecía. Movía la cola despacio, miraba atrás a cada momento esperando que nadie la viera. Ya había planeado antes su ruta de escape, así que solo nadó lo más cerca posible de la base. Si se elevaba en ese momento los vigías la verían y la detendrían. Ese día se suponía que tendría que ir a ver su primer amanecer con Raissa, la hermana mayor. Pero Ariel ya había escogido a su acompañante.

Cuando estuvo lo suficiente lejos de su hogar empezó a elevarse un poco más y a nadar tan rápido como pudo, ya a esa distancia nadie conocido podría verla, estaba fuera del territorio de Aquaea. Erena ya la estaba esperando en el lugar de siempre mientras jugueteaba con unas perlas. Según ella, para los humanos eso era muy valioso. Y ella las usaba para jugar como si fueran piedras. Rarezas humanas inexplicables.

—Eri... —Le dijo apenas la vio

—Te has tardado, tenemos que nadar bastante para alejarnos. —Le cortó de inmediato, Ariel puso gesto arrepentido. Quizá por ser muy precavida demoró más de lo que debería.

—Lo lamento...

—No lo lamentes, Ariel, es tu primer día en la superficie. Pero vamos rápido para que puedas ver el amanecer a salvo. ¿Qué hermana dijiste que te iba a acompañar?

—Raissa.

—Si ella me ve, me mata. Y ahora sí en serio. Vamos, no quiero que aparezca también Eudora a decirme que te arrastré a la perdición. —Ariel asintió. 

Conocía bien a sus dos hermanas mayores, ambas odiaban a Erena. No creía que ninguna fuera mala, en realidad Ariel también las quería. Pero eran injustas con su Eri, si tan solo le dieran la oportunidad sabrían que no era el monstruo que todos decían.

No tardaron más, empezaron a subir a la superficie y a nadar con rapidez. Ariel sentía que el corazón le latía rápido de la emoción, ya habían subido más del límite permitido para las sirenas menores de quince años. Podía sentir el calor de la superficie, hasta nuevos ruidos que no entendía, quizá eran esos animales que volaban en el cielo.

—Cuando salgas, te cubres los pechos con el cabello —le dijo Eri. Ya le había dado varios consejos para estar en la superficie, pero siempre aparecían nuevos.

—¿Y eso por qué?

—A los humanos les gustan, no lo entiendo bien hasta ahora. Pero siempre se les va la vista ahí, así que mejor los cubres.

—Bueno, sí que son raros los humanos, ¿no? —Dijo sin darle mayor importancia. Era parte de su cuerpo, no entendía qué tenían de interesantes.

Maldita sirenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora