Acto seguido, empieza a parlotear sobre lo ajetreado que ha estado su día.

Escucharla hablar me hace sentir aún mejor y, de pronto, me encuentro preguntándome qué hago viviendo en otra casa. Que hago compartiendo el techo con dos personas que, si bien no me desagradan en lo absoluto, no son quienes me confortan de esta manera.


—¿Te quedas a cenar? —pregunta mi mamá, luego de contarme acerca de la discusión que tuvo con mi hermana por culpa de Fabián hace unos días.

Yo, siendo lo suficientemente prudente como para no meterme en los asuntos turbios que implican hablar de Fabián, asiento.

—De hecho, hoy estás de suerte: me quedaré a dormir aquí —anuncio. Trato de sonar juguetona en el proceso, pero la manera en la que mi mamá alza la vista del traste lleno de crema batida durante un nanosegundo, me hace saber que mi declaración la ha puesto alerta.

—¿Te has aburrido ya de la independencia y necesitas de la compañía de tus viejos? —bromea, pero hay un filo preocupado en su voz.

Me encojo de hombros.

—En realidad, no quiero quedarme sola en casa. Victoria saldrá y no volverá hasta muy entrada la madrugada y Alejandro, al parecer, también lo hará —miento. La realidad es que ninguno de los dos tenía compromisos de esa magnitud.

Cuando salí de casa, Victoria aún no volvía del ensayo de la obra de teatro en la que participará a finales de mes y Alejandro no tenía mucho de haberse ido a estudiar con uno de sus amigos de la universidad. Sin embargo, según me dijeron, ambos volverían relativamente temprano.

Mi mamá esboza una sonrisa tensa y es todo lo que necesito para darme cuenta de que no me ha creído en lo absoluto.

—No creas que me engañas —suelta y todo mi cuerpo se tensa en respuesta—. Sé que nos extrañas aunque no quieras admitirlo.

Una punzada de alivio me recorre entera casi al instante y, esta vez, la sonrisa que se dibuja en mis labios, es más honesta.

—¡Está bien! ¡Lo admito! No puedo vivir sin ustedes —digo, con dramatismo y la tensión había en su sonrisa, se diluye un poco.

—Si vas a quedarte, entonces, anda y ve a ducharte —dice.

—¿Me mandas a duchar porque huelo mal? —digo, con fingida indignación—. ¿Es que acaso no quieres que ensucie tus sábanas con mi sudor y mi inmundicia?

—Te mando a duchar porque trato de proteger la integridad del pan que está en el horno manteniéndote lejos de él —me mira con aire severo—. Si vas a quedarte, tengo que cuidarlo.

—No es como si fuese a comérmelo crudo —mascullo, al tiempo que hago un mohín.

—No, pero vas a estar abriendo la puerta del horno y no va a inflarse como se debe —refuta.

Ruedo los ojos al cielo.

—Suenas como la abuela —digo, pero ya estoy poniéndome de pie para subir a la planta alta de la casa.

Fingida indignación tiñe el rostro de mi madre, quien me señala con el índice.

—Vuelve a decir eso y voy a hacértelo pagar —dice, con severidad, pero no ha dejado de sonreír.

Ruedo los ojos una vez más.

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! —alzo las manos, como si estuviese amenazándome con un arma—. ¡Tú ganas! Me voy a duchar.

Una sonrisa satisfecha se desliza en los labios de mi madre.

—Hay ropa tuya en el armario de tu antigua habitación —dice, mientras avanzo hacia la salida.

MAGNATE © ¡A la venta en Amazon!Where stories live. Discover now