CAPÍTULO 13

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Aquel sábado de finales de mayo volvía a ser claro y agrada­ble. Los Yu habían ido a visitar los jardines de Qingpu cerca de Shanghai. Peiqin se encontraba en su elemento, con un ejemplar de Sueño en el pabellón rojo en las manos. Para ella era un sueño convertido en realidad.

—Mira, es el bosquecillo de bambúes donde Xiangyuan se queda dormida sobre el banco de piedra mientras Baoyu la contempla —dijo buscando el pasaje en el libro—.

Qinqin también estaba de muy buen humor. Corría de un lado a otro divirtiéndose y perdiéndose en el laberinto del jar­dín.

—Hazme una foto cerca del pabellón rojo —pidió Pei­qin—.

Yu estaba deprimido, pero tenía el detalle galante de disi­mularlo. Cogió la cámara sabiendo lo importante que era el jardín para Peiqin. Un grupo de turistas se detuvo delante del pabellón y el guía comenzó a desgranar sus explicaciones so­bre aquella maravilla arquitectónica. Peiqin escuchó atenta­mente, y por un momento, se olvidó de Yu, quien, mezclado con el grupo, asentía con la cabeza, aunque seguía ensimis­mado. Había estado bajo presión en la oficina. Trabajar con el comisario Zhang era algo insoportable, sobre todo después de la última reunión. El inspector jefe Chen se podía aguantar, pero no cabía duda de que ocultaba algo. El Secretario del Par­tido se mostraba amable con Chen y con Zhang, haciendo re­caer toda la presión sobre él, que ni siquiera estaba al mando de la investigación. Y para colmo, él era el que realmente car­gaba con la responsabilidad de los otros casos de la brigada.

Sus investigaciones renovadas en la central de taxis y en las agencias de viaje no habían llevado a ninguna parte. Tam­poco había resultado la recompensa ofrecida por la información sobre cualquier taxista que hubiera sido visto aquella noche cerca del canal. Como era de esperar, nadie había llamado. Chen tampoco parecía haber progresado en lo relativo a su teoría sobre el caviar.

—El jardín es una construcción del siglo XX de la idea arquetípica que expone Sueño en el pabellón rojo, la novela chi­na clásica más celebrada desde mediados del siglo XIX —el guía se desenvolvía con toda naturalidad y sostenía un ciga­rrillo de filtro largo mientras hablaba—. Todo se ha reprodu­cido con la mayor exactitud, no sólo las celosías, las puertas o los pilares de madera, sino también los muebles, que reflejan las convenciones de la época. Mirad el puente de bambú o la gruta de helechos, es como si estuviéramos dentro de la obra misma.

En realidad, el jardín era toda una atracción para los apasionados de la novela. Peiqin había hablado de visitarlo unas cinco o seis veces. Habría sido imposible aplazar aque­lla visita.

Un sendero serpenteante cubierto de musgo conducía a un salón espacioso con ventanas rectangulares de vidrios tin­tados a través de las que se veía el «jardín interior», fresco y acogedor, pero Yu no tenía ánimos para seguir el paseo. Jun­to a Peiqin, en medio del gentío, se sentía estúpido, fuera de lugar, aunque fingía estar interesado como todos los demás. Algunas personas tomaban fotos. Junto a una gruta de formas caprichosas se había improvisado un puesto donde los turis­tas podían retratarse con trajes y joyas de imitación de la di­nastía Ming. Una chica joven posaba con un peinado dorado, antiguo y pesado, mientras su novio se probaba una túnica de seda con un dragón bordado. Peiqin también parecía trans­formada por el esplendor del jardín, afanada en comparar las cámaras, los pabellones de piedra y las puertas de media luna con las imágenes que recordaba. Mientras la observaba, Yu casi podía creer que formaba parte del lugar, esperando a que Baoyu, el joven héroe de la novela, surgiese de un momento a otro del bosquecillo de bambúes. Peiqin también aprovechó la oportunidad para compartir sus conocimientos sobre la cul­tura china clásica con Qinqin.

MUERTE DE UNA HEROÍNA ROJAWhere stories live. Discover now