CAPÍTULO 1.

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El 11 de mayo de 1990 encontraron el cuerpo a las cinco me­nos veinte de la tarde en el canal Baili, un lugar poco fre­cuentado a unos treinta kilómetros al oeste de Shanghai.

De pie, junto al cuerpo, Gao Ziling, el capitán del buque Vanguardia, escupió tres veces con fuerza sobre la tierra hú­meda. Un intento desganado de conjurar los espíritus malig­nos del día, un día que había empezado con la reunión, du­rante tanto tiempo anhelada, de dos amigos que llevaban más de veinte años sin verse.

Era una pura casualidad que el Vanguardia, una patru­llera guardacostas del Departamento de Seguridad Fluvial de Shanghai, se hubiera aventurado hasta el canal Baili, al que llegó alrededor de las una y media. No solía acercarse a aque­lla zona. Ese paseo, tan poco habitual, se debía a una insinua­ción de Liu Guoliang, el viejo amigo al que Gao no había vuelto a ver desde los años del instituto, donde habían sido buenos compañeros. Tras acabar los estudios, a principios de los años sesenta, Gao empezó a trabajar en Shanghai y Liu emprendió una carrera en la Universidad de Beijing antes de marcharse a un centro de experimentación nuclear en la pro­vincia de Qinghai. Durante la Revolución Cultural perdieron el contacto. Ahora Liu había venido a Shanghai para presen­tar un proyecto a una empresa estadounidense y, entretanto, se había tomado un día libre para encontrarse con Gao. Vol­ver a verse después de tantos años era un acontecimiento gra­to que los dos habían estado esperando.

La idea surgió cerca del puente de Waibaidu, allí donde confluyen las aguas del río Suzhou y del río Huangpu, cuya línea divisoria puede verse a la luz del sol. El Suzhou estaba todavía más contaminado que el Huangpu. Parecía una lona alquitranada que contrastaba con el azul claro del cielo. A pe­sar de la agradable brisa de verano, las aguas del río apesta­ban. Gao no paraba de disculparse. Debería haber elegido un lugar más en consonancia con la ocasión, como el Salón de Té en Medio del Lago, por ejemplo, en la Ciudad Vieja de Shan­ghai, para poder disfrutar de una plácida tarde en la que con­versar de tantas y tantas cosas frente a un exquisito juego de tazas y platillos de té con la vibrante música de pipa y sanxun de fondo. Gao, sin embargo, no podía dejar el Vanguar­dia por un día, y ninguno de sus compañeros había querido cambiarle el turno.

Al ver las aguas llenas de lodo, en las que flotaban detri­tos tales como botellas de plástico, latas de cerveza vacías, en­vases y paquetes de cigarrillos aplastados, Liu sugirió que continuaran navegando en busca de otro lugar donde pescar. El río había cambiado hasta tal punto que apenas lo recono­cían, aunque ellos, los dos amigos, no habían cambiado tanto. Y la pesca era una pasión que habían compartido en sus años de instituto.

—En Qinghai he echado de menos el sabor de la carpa —confesó Liu—.

Gao cogió al vuelo la insinuación. No tendría problemas para explicar que había bajado por el río como parte de una inspección rutinaria, y podría, además, hacer gala de sus ha­bilidades como capitán. Así que propuso salir rumbo a Baili, una derivación del río Suzhou, a unos ciento diez kilómetros al sur del puente Waibaidu. El canal Baili aún no había pade­cido los efectos de las reformas económicas de Deng Xiaoping. Se mantenía apartado de las carreteras principales y a varios kilómetros del pueblo más cercano. Sin embargo, no les resultó fácil llegar hasta allí por el río. Pasada la impo­nente refinería oriental que dominaba Wusong, el paso se es­trechaba, y algunos tramos eran tan poco profundos que la navegación se hacía casi imposible. Tuvieron que abrirse ca­mino echando a un lado las ramas que sobresalían, y tras grandes esfuerzos, por fin llegaron a un área de aguas entur­biadas por arbustos y altas hierbas.

Por fortuna, Baili resultó ser el lugar maravilloso que Gao había prometido. Era pequeño, pero el nivel del agua era bueno gracias a las lluvias del mes anterior. Los peces abundaban, pues el canal apenas estaba contaminado. En cuanto lanzaron los cebos, notaron que empezaban a picar, y al poco rato comenzaron a recoger los sedales. Los peces daban saltos y caían dentro del bote boqueando y retorcién­dose.

MUERTE DE UNA HEROÍNA ROJAWhere stories live. Discover now