Hace una pequeña pausa.

—Vivíamos en un apartamento diminuto, en una zona de Zaragoza que, si bien no era una particularmente mala, tampoco era la mejor; pero éramos felices. Ella siempre trabajando y yo siempre un chiquillo solitario que aprendió a ser autosuficiente una edad muy temprana... —dice y, de pronto, parece absorto en sus recuerdos. Absorto en lo que sea que está pasándole por la cabeza ahora mismo—. Nunca me faltó nada —alza la vista para encararme—. Nunca sentí la falta de otra cosa más que de la figura del hombre que, irónicamente, me salvó la existencia años más tarde. Del hombre que me dio la vida dos veces...

Una sonrisa triste se dibuja en sus labios, pero la confusión que me provoca su comentario, no hace más que abrumarme. No hace más que hacerme sentir completamente perdida en la historia que trata de contarme.

Guarda silencio durante unos instantes.


—Este es el momento en el que comienzo a decir verdades completas... —musita para sí mismo—. Este es el momento en el que comienzo a admitir que antes mentí y que en realidad sí hubo resentimientos de mi parte. Que en realidad sí odié a David Avallone por abandonarnos a mí y a mi madre. Por no quererme en su vida... —se encoge de hombros, en un gesto que pretende ser despreocupado, pero que luce rígido. Antinatural por sobre todas las cosas—. Porque esa es la verdad: él no me quiso en su vida. Dejó a mi madre porque estaba embarazada de mí y la abandonó por mi culpa... Y yo estaba cabreado por eso. Cabreado hasta los cojones. Aún lo estoy... —niega con la cabeza—. Y no digo todo esto con el afán de justificar mis actos, porque es de cobardes escudarse tras una relación familiar disfuncional. No estoy contándote esto para que me compadezcas y trates de ser empática conmigo, porque, al final del día, las malas decisiones que tomé, fueron mías. No de mi madre o de mi padre. Mías y de nadie más.

Llegados a este punto, me siento más allá de lo confundida. Más allá de lo aturdida...

—¿A dónde quieres llegar con todo...?

Ni siquiera logro terminar la oración. Ni siquiera logro formularla por completo, porque él ya ha comenzado a hablar una vez más:

—Tuve una adolescencia bastante atormentada —dice—. Era un chaval estúpido e irresponsable, y mi relación con todo el mundo era asquerosa. Desobedecía a mi mamá, le gritaba, llegaba tarde a casa... Era un chiquillo enojado con el mundo. Sediento de atención. Sediento de venganza contra su padre; porque, hasta ese entonces, caí en la cuenta de que David Avallone es un hijo de puta. Porque, hasta ese momento, caí en la cuenta de que mi papá era un imbécil que no conoce otra clase de amor que no sea el que se tiene a sí mismo... —no me pasa desapercibido el tono amargo con el que habla en ese momento. No me pasa desapercibida la manera en la que su ceño se frunce en un gesto enfadado.

Un suspiro largo se le escapa antes de continuar:

—Poco a poco, empecé a meterme en muchos problemas. En muchos ambientes que, a la edad de quince años, eran demasiado peligrosos. Demasiado... destructivos —niega con la cabeza un vez más. Como si no creyese lo que está a punto de decirme. Como si él mismo no fuese capaz de creer en lo que está por contarme—. Empecé a beber, a fumar tabaco, a enfiestarme hasta el amanecer... —dice y mi corazón se estruja con violencia—. Los problemas con mi madre eran cada vez peores debido a eso. Ella sabía que estaba echando a perder mi vida y yo no quería aceptar que tenía razón. No quería aceptar que estaba convirtiéndome en un vago sin oficio ni beneficio. Así que la ignoré. Todo ese tiempo, la ignoré por completo y seguí juntándome con gente que no me convenía. Seguí siendo un imbécil sin respeto por nada ni por nadie, que solo pensaba en la siguiente fiesta, en la siguiente chica con la cual se acostaría, en la siguiente excusa que daría para fugarse de casa y no regresar hasta la madrugada...

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