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Cuando Gail comprendió que nunca podría pasar por alto el adiós definitivo de quienes la amaban; supo que debía expresar todo aquello que por años había menospreciado. Demostrando sin peros ni pretextos sus sentimientos por Leandro, arruinar su fresca manicura e interrumpir estrictos tratamientos faciales dejó de ser un problema, ella progresaba sin esquemas igual que brotes en un árbol al que se le dio una poda necesaria al grado de que, decir: "te amo hermano" se volvió esencial para aquella chica en la que antes no fluía el afecto ni la espontaneidad. Tras cinco años devotos, sus formas de cariño iban de lo superfluo a lo complejo, mas por tener el norte de su persona revuelto ahora no conseguía coordinarse. La idea de no existencia de su hermano la empujaba a querer morir antes que ceder al vacío de la soledad.


—Necesito que me digas, no, ¡júrame que sigues en una pieza! —le pidió luego de varios intentos por controlar el temblor que le predominaba en la voz.

—Lo estoy —aseguró Leandro y con esas dos palabras, a Gail se le destempló el dolor. —Con lo otro; un trozo de mí te lo entregué mucho antes de que nacieras. Desde entonces me hace falta un pedazo, ¿no ves que por eso siempre estoy a tu lado? —esbozando en su memoria el día que vio a su hermana por vez primera, añadió —Cuando escuché jalones de moco y lagrimeos: llegué a pensar que me había equivocado de número o en su defecto, que el tiempo corría hacia atrás. Le Petite Hooper sé que ya no debo ir en busca de la chupeta perfecta ni que tampoco es hora de un cambio de pañal y ya que sabes demasiado bien cómo mover la lengua, te toca, dime por qué lloras.

—¡Porque creí que te había perdido, tarado! —gritó ruborizada mientras trozos de su infancia dragaban sus recuerdos porque Gail, el primer rostro que grabó en su memoria fue el de su hermano mayor y antes, cuando no conocía la diferencia entre las similitudes faciales y los espejos: creía que aquel rostro delicado y de ojos color de avellana que siempre sonreía era el de sí misma. Sacudiendo su cabeza, intentó proseguir dando un suspiro tan hondo que casi acaba en hipo —Sentí que me habías dejado sola y creí q-que... que ya nadie me querría por ser como soy. Pensé que acabaría como... y yo...

—No eres ella y aun si yo me fuera: vos nunca estuviste ni estarás...

—Lo sé —le interrumpió muy determinada —Todo menos sola y también estoy consiente de que me lo dijiste muchas veces, pero pasa que solo hasta ahora pude vivirlo —le certificó abrazando más y más a su papá quien, a pesar que le costaba respirar, tenía el corazón rebalsando en gloria.

Padre y primogénito sonreían de oreja a oreja sin poder ni querer ocultar la felicidad que experimentaban. Leonel incluso creyó que se le perderían los ojos por apretujarlos y Leandro, al otro lado de la línea, estaba extasiado porque a larga distancia podía experimentar la seguridad que siempre deseó que habitase en su hermana menor.

—Que lo reconozcas hace que tu esencia cambie, me sabes a limón dulce, naranjita agria —y de repente la alegría se le cortó.

Forzado a hacer una pausa, rascándose la cabeza analizó ese comportamiento inusual en ella —Me sabes a confite, me suenas distinto, como a... «¡Ay no, metí la pata!» y tapándose de inmediato la boca repensó que de un tiempo acá, había percibido a Gail un tanto diferente de cómo solía ser antaño y según él para tal cambio solo podía existir una explicación.

«¡Oh no, no, no, pedazo de iluso, por pendejo la cagaste!» se maldijo Leandro aguantándose la cabeza que tildó de "hueca" con una mano en la frente porque de las decisiones que había tomado no quedaba marcha atrás y debido a que con lo hecho pretendía beneficiar a Gail, la simple idea de causarle mal le hacía perder la paz.

¡Corre Nina, crece! ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora