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—Ven pronto que te extraño.

Fueron esas las cinco palabras precisas que surgieron de su boca, las exactas que necesitaba expresar, las que urgía de hacerle saber a él del otro lado de la línea y que al pronunciarlas, trajeron consigo nerviosismo y ansiedad.

Acababa de decirle a esa persona que lo extrañaba y él no era quien suponía ser el amor de su vida y aún así le hacía falta, tanta como para necesitarlo a su lado con prontitud aunque nada más había unos cuantos kilómetros separándoles.

Estaba asombrado de su propia conducta y por eso, de manera atípica, comenzó a preguntarse la razón verdadera de ese sentimiento de añoranza.

Nunca se había dedicado a pensar, sólo a sentir y a vivir, pero tampoco era un imprudente, ya había pasado por mucho y nunca gustó de repetir sus errores, por eso intentó corregirse y ésta vez era más que una cuestión de suerte que tuviera con qué cubrir ese rastro de afecto porque, mirándolo de manera muy fría y realista, solo eran amigos, no más ni menos que eso, aunque —¿Quien dice que entre amigos no se extrañan? —razonó para sí mismo, concluyendo en que no estaba mal sentir si después se detenía para poder actuar.

—Además debes de saber que alguien te espera —añadió entonces, intentado de esa manera ponerle una máscara a la melancolía, usando ese agudo sentido de auto conservación con el que se protegía desde siempre y también, le recordó a él sobre la metáfora de aquellos árboles gigantes, para que usara la cabeza —No olvides a las secoyas —dijo y se quedó en silencio en espera de una contestación en la que pudiera ampararse.

—Ya ... ya ... voy —fue su respuesta, la única que se atrevía a decir ante aquellas cinco primeras palabras que procesó su tímpano y que le hasta atravesaron los huesos, dejándolo necesitado de regresar de inmediato, porque algo parecido a un malestar le afectó el lado izquierdo del pecho y no era por dejar sola a Nina Cassiani afuera de la casa de Darío Elba; sabía que ella estaba en buenas manos, justo en las que debía y tenía que estar, tal y como lo había aceptado, por su propio bien, desde hace bastante.

La pregunta era ¿dónde debía estar él?

Porque a Reuben Costa, todas y cada una de las esas palabras acompañadas de hipnóticas miradas o no, le hacían quedar a la deriva; ya fueran bromas o pensamientos complejos, Leandro Hooper a él lo descomponía entero.

Le había pedido por teléfono volver, volver por él, no por la panadería ni por su trabajo y eso era lo que en su mente resonaba y le causaba alegría desmesura, ya le costaba estar lejos de su compañía, pero nunca supo, hasta esa llamada, que era un sentimiento recíproco.

Por eso no dudó ni un segundo en apurar el paso, quería regresar lo más rápido por Leandro, sin dejar de lado que también tenía curiosidad de saber quién le esperaba y por esa razón, aquellos diez kilómetros y medio de separación entre la casa de Darío y la panadería, los corrió como si se tratara de una competición olímpica.

Al final del camino no había un podio ni una medalla, al final estaba él y eso le provocaba determinación y saciedad.

Muy exhausto pero feliz, al ver que faltaba poco para llegar a su lugar de trabajo, disminuyó la marcha y con el pañuelo que cargaba en el bolsillo trasero de su pantalón deportivo, secó su rostro y se arregló como pudo la melena para no verse tan desordenado, estaba sudoroso en exceso y le causó gracia acordarse de que así como a él no le agradaba en lo más mínimo estar sucio, la pelirroja tampoco gustaba permanecer en esa condición en la ambos que estaban.

¡Corre Nina, crece! ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora