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Con las almas apagadas y los cuerpos hundidos en pesadumbre; el dolor no les permitió, siquiera, recuperar pedazos de aliento. Sin ánimos, el aire parecía pesado, tanto que la risa quiso declararse extinta, devastados, creyeron caducas sus emociones, rodeando la orilla del abismo, palpando el fondo aún sin saltar al vacío, pensando que ya no quedaba nada más que pudiesen sentir que no les empujara al desconcierto.


Pero erraron.


Olvidaron que el dolor es una forma de la memoria para recordar que se sigue vivo, que mientras no se deje de respirar; aún se siente y había llegado la hora de sentir, de vivir más allá de lo que dictan los propios cuerpos.


Sintiendo más que dolor; amor, porque resarcidos estaban ya, los vicios de la pasión.







—¿Qué harás lo que resta de la tarde? —preguntó, con la cara entre sus manos, el que la amaba más allá de la carne, los huesos y el espíritu a cielo abierto.

—Quería pasar a su casa, pero la verdad, ella me conoce y la conozco tan bien que me delataría con solo verla a los ojos —confesó el que le tenía tanto amor como si hubiesen compartido del mismo elixir materno.

Los dos, le deseaban bien, querían verle sonreír con alegría de la manera exacta en que la sabían plena, porque le amaban con desinterés y eso; era una verdad absoluta, que nadie se atrevería a negar ni a poner nunca en duda.

—¿Se quedará sola cuidando de su padre lo que resta de la tarde? —quiso saber Darío Elba preocupado.

A Nina Cassiani la soledad no le sentaba bien y todos estaban conscientes de eso.

—Despreocúpate —contestó Reuben Costa dándole palmaditas en el hombro, a él tampoco le gustaba que la pelirroja pasara más tiempo de lo necesario a solas —Es una suerte que Bloise le pidiera ayuda con una tarea de Química, quedaron de verse después de la una, a ésta hora, ya debe estar con él.

Aliviado, Darío dejó escapar un suspiro, se le notaba muy exhausto y agradecía que Reuben estuviera cerca para no divagar en el pozo de su mente más de la cuenta, pero también le preocupaba el estado de su amigo. Ninguna persona debería de nadar tanto tiempo en las aguas en la tristeza y menos en compañía de la soledad.

No intercambiaron muchas palabras desde que salieron del consultorio del Dr. Alcázar, no precisaban más lenguaje que el de sus miradas para decirse: "No le digas a Nina nada de lo sucedido" para saber que no debían hacerlo, no al menos hasta agotar la más mínima y remota de las probabilidades respecto a la recuperación de César Cassiani, apegados a ese dogma que ya caía en la obsolescencia de: "la fe es lo último que se pierde".

Darío continuaría con la búsqueda de un especialista en el extranjero y Reuben estaría codo a codo con él para soportar la carga de las tantas posibles puertas que se cerraran con el peso de la desesperanza a sus espaldas y aunque las fuerzas menguaran, por Nina seguirían intentándolo las veces que fueran necesarias.



Ahora estaban juntos en eso y seguirían juntos en eso por ella, porque sin importar su naturaleza, eso era amor verdadero.



—¿Quieres ir a mi apartamento o prefieres irte a tu casa? —le consultó Darío —Te caería bien sacar a pasear el cerebro un rato y distraerte, allí hay mucho con que entretenerse, desde una mesa de billar hasta una bonita vista del atardecer en el balcón. Yo por mi parte me dedicaré a limpiar, suelo perder mi pensamiento de las tribulaciones entre espumas y trapeadores —confesó.

¡Corre Nina, crece! ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora