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«Te me ensartaste en el ojo y también en el corazón» dijo hablándole de amor entre reclamos, mirando al reloj discutir en solitario: respirar ya no pesaba tanto.

Las agujas no pararon su ritmo, igual sucedió con su ausencia. Con tristeza en cada esquina de su entorno; seguiría a solas tal y como lo estuvo desde ese día de noviembre en que nació de una no maternizada. Partía sin adioses escondiéndose de la vista de quienes evitarían que se marchara. La de melena incendiaria lo penaría a mares quizás pasada de años entendería ahora que sabía lo que era enamorarse, pero «¿y él?» se preguntó vacilando en si hubo afecto de su parte.

«La verdad es que ya nadie muere por un amor truncado. No, yo no te haré falta» y el aire lo contradijo enviándole la compañía de quien amaba. Se plantó a orillas de su infierno a rezarle los cargos a ese otro él que, manifestándose etéreo y constante, avanzaba para dar el primero de muchísimos pasos.

Buscándole para transmitir su presencia; le escribió deseos con su aliento. Le dio a beber amargo tabaco mientras acortaba la distancia entre ambos, con una flor de vainilla le acarició el cuello, nombrándole lo atrajo hasta apresarlo en sus brazos.

«Niégame, niégate» pidió y Reuben no pudo responder.

Con igual cantidad de ganas y pudor; entregó su rendición. Sonreía al deslizar sus dedos temblorosos sobre la suavidad que habitaba en sus mejillas, le ardía el cuerpo de tanto postergar ese ansiado momento: el tiempo se le detuvo cuando con sus pulgares le recorrió el mentón.

«Aquí, justo aquí entre los brotes de tu barba, es adonde me quiero morir, amor, amor... si quieres juega: escóndete, yo quiero hallarte pero antes... » y besando a la nada, lágrima tras otra volvieron a bajar en picada porque para vivirlo levantó las manos y por tocarlo, atrapó el espacio de lo que solía compartir a su lado.

La agonía lo atravesó cuando descubrió que se abrazaba al aire.

El llanto le apagó la fiebre y de inmediato le remojó la memoria. Aquello no era más que una mera fantasía; sueños vívidos, su maldición eterna. La desdicha de tener tanto atascado en la garganta por quien no tenía ni una pista sobre su ubicación, era su realidad exacta.


—¿Ella tampoco sabe dónde está?— preguntó para traerse de un buena vez a la tierra raspándose el alma de un solo tirón, alborotando el aire desabrido con puro dolor.

—¿Puedo responderte con una mentira piadosa?

«No» dijo a labios sellados —Transparencia, eso es misericordia no las verdades a medias.

—Llamó creyendo que pues...— y tras dar un suspiro ahogado Oneida Cassiani chasqueó la lengua, yendo contra sus principios quiso adobar la verdad. El delirio que recién había visto fue demasiado sublime como para matarlo con la simpleza de lo real —Ambos sabemos que... no está aquí... seguimos en el mismo lado de la acera.

Reuben Costa estrelló su espalda contra la pared y quiso fundirse con el concreto. Una, dos y tres veces se golpeó la cabeza, cuestionándose «¿entonces dónde?» volvió a quedar tendido en el suelo sin medir el esfuerzo que le tomaría levantarse. Cada que lo intentaba, caía peor que la vez anterior.

La terquedad de lo que solía ser su espíritu de lucha ahora se mofaba del hombre mancillado.

«¿Para qué me molesto si aquí es a donde pertenezco? Esto me pasa por ansiar más de lo que debo» se decía embargado de miseria «¿Qué me costaba seguir como estábamos?, ¿por qué no vi que todo era demasiado perfecto como para que él formara parte de mi cotidiano? ¡Lo eché a perder una vez más y lo peor es que por culpa de mis acciones, incluso herí a terceros!» se recriminó muy duro sin poder concebir el odio y el rencor de Gail hacia su persona y todo por involucrar sentimientos justo donde ella le advirtió que no los mezclara —¿Para qué lo intenté si yo..? ¡Yo no merezco amor!— y Oneida, al escuchar esas últimas cuatro palabras: sintió que el pabellón del oído se le quemaba.

¡Corre Nina, crece! ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora