Capítulo 30: Emma

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La música tiene ese poder silencioso de revolver nuestros pensamientos cuando decidimos quedarnos quietos

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La música tiene ese poder silencioso de revolver nuestros pensamientos cuando decidimos quedarnos quietos. De alguna manera, sin darnos cuenta, removemos tanto como podemos en nuestras mentes y, para cuando nos percatamos y queremos dejar de hacerlo, es muy tarde. Las dudas, las preguntas, las inseguridades y las respuestas borrosas ya están ahí.

Emma había dormido solo un par de horas luego de la loca noche que había tenido. Con su mirada puesta en el techo, observando el ventilados girar lentamente, se repetía a sí misma que no debió hacerlo.

Besar a Caleb había sido algo completamente sorpresivo, incluso para ella. No lo pensó, solo actuó. En cuanto sus labios tocaron los ajenos, sintió el pánico de que él se apartara, de que ella no lo hubiera hecho bien, o de que todos alrededor comenzaran a reírse. Eran los pensamientos que solo había tenido una vez en la vida, al menos con esa intensidad, y eso había sido cuando tuvo su primer beso.

¿Estaba loca por darle muchas vueltas al asunto? Se sentía patética. Oh, vamos, ya no tenía quince años. Solo había sido un piquito, y una... mordidita.

Emma se lamentó una vez más mientras sentía ganas de reírse de sí misma mientras cubría sus ojos con la parte interior de su brazo.

Si era honesta, lo que le importaba en realidad era lo que Caleb pudiera pensar de ella. Él le agradaba. La manera tan sencilla con la que se dio la conversación que habían mantenido, la confianza que él le había tenido para contarle ciertos detalles de su vida, siendo Emma aún una desconocida para él. Y luego viene ella y ¡zas! le muerde la boca.

―¿Se puede?

Emma descubrió sus ojos. Medio cuerpo de Jamie se asomaba por la puerta. Estaba tan absorta en su lío mental que no lo había escuchado usar la manija.

―Pasa.

―Buenos días ―sonrió él―. ¿Cómo amaneciste?

Emma rodó un poco hacia la pared para dejarle espacio y que Jamie se acostara a su lado.

―Bien.

―¿Has dormido siquiera?

Emma lo miró, mostrando algo de intriga con su entrecejo.

―¿Por qué lo dices? ―inquirió ella.

―Tienes unas ojerotas. Pareces caballo.

Emma relajó la frente, y sonrió.

―¿Todo bien? ―insistió Jamie. Él no iba a dejarlo ahí.

―Sí... ―respondió Emma, con un pesado suspiro.

―Vaya, qué convincente. ¿Es por lo de anoche?

Emma sintió un ligero cosquilleo en el estómago, que pronto se trasladó a sus mejillas, donde ardió un poco.

―No ―evadió ella, qué más podía hacer―. No es nada. ¿Cómo la pasaste?

―No tan bien como tú.

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