INTRODUCCIÓN

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USMA, West Point, Nueva York.

—Esto nos ha sucedido en otras ocasiones... —mencionó el General Samuel Kessler, mientras encendía un cigarrillo y observaba despreocupadamente a través de la ventana de su oficina.

En realidad, él sabía que aquello, ocurría con más frecuencia de la que todos quisieran. Estaba muy seguro de que algunas familias ni siquiera habían recibido los restos de su ser querido, en especial, los familiares de aquellos soldados que resultaron completamente mutilados o quemados.

—Sí... ¿Qué puedo decirle? Suele haber errores —El hombre respiró hondo y confesó—. Usted, debe saber que la vida en el campo de batalla es muy arbitraria. Hay días buenos y días malos... un buen día, puedes estar piloteando tu avión, desplomarte y ser rescatado por tu gente —Kessler le dio otra calada a su cigarrillo, luego agregó—. O puedes tener un día muy malo y ser capturado por tu enemigo, en cuanto el jodido avión se desplome.

Los recuerdos del hombre se hicieron presentes, pues, aquellas regresiones jamás las podría evadir. El infierno sufrido a manos del ejército alemán era algo que, de su mente, nunca lograría borrar. Así como también, imborrable permanecería en su memoria, el joven soldado que le salvó de aquel endemoniado sitio.

Sus pensamientos fueron interrumpidos, por el incómodo carraspeo de quién se encontraba detrás de él, aquella señal hizo que el general saliera de su letargo y se obligara a voltear para mirar al joven, que con enfado, le observaba.

—Le comprendo perfectamente, inclusive, puedo decirle que no es la primera vez que me citan en lugar como este —La voz del joven interlocutor sonó impaciente y hasta cierto punto molesta—. Agradecería que nos apresuráramos, de esa forma usted podría salir de la duda que lo aqueja y yo... yo podría retirarme y volver a Chicago —añadió con prisa—. Sinceramente tengo muchas cosas que hacer.

Kessler sonrió. No había duda de que el muchacho era: escéptico, arrogante y muy necio. Era exactamente como se lo habían descrito y eso le divertía demasiado. Pero, a pesar de lo entretenido que se sentía ya no prolongó más la espera, ¿qué más daba enfrentar al chico con su destino? Minutos más, minutos menos, ya no tenía la menor importancia.

—Estoy de acuerdo con usted, señor Cornwell... —apuntó el astuto general—. Agilicemos esto y dejémonos de estupideces —El hombre tomó su bastón y con prisa se dirigió a la puerta—. ¿Me acompaña?

—Por supuesto —respondió el chico, pretendiendo ayudar al cansado militar y adelantándose con agilidad, para abrir la puerta y darle paso. 

Esa educada y desinteresada acción, el general Kessler no dudó en reprobarla.

—Regla número uno: jamás trate a un militar como se trata a un impedido, ¡no nos gusta! Si necesitamos ayuda la pedimos, ¿está claro señor Cornwell? —cuestionó duramente.

—Sí, señor... —respondió el muchacho, fingiendo que estaba de acuerdo con el desesperante hombre.

—Bien, ya que ha entendido el punto, sígame por favor —repuso el militar, invitando al joven Archie a salir de la oficina—. Terminemos con esto de una buena vez —musitó esbozando una sonrisa que Archibald, simplemente no supo cómo interpretar.

InesperadoWhere stories live. Discover now