▶ La llave de sus ojos ◀

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—¿Qué me cuentas, Lease? —esforcé una sonrisita apenas lo vi llegar al área del hospital de la Agencia.

A esta altura del recorrido, un característico intenso aroma a alcohol invadía el aire.
Los numerosos consultorios médicos de la A.J.D se abrían paso frente a nosotros.
Muchos Agentes heridos iban allí a diario, o algunos Detectives que resultaban lastimados por experimentos o algún hecho accidental.

Y luego... se encontraba la sala de Cuidados Intensivos.
Por lejos, era la cosa más deprimente que pueda ser capaz de existir.
No lo decía por cómo es estéticamente, sino del mismísimo ambiente, porque los familiares de los internados se repantigaban cerca del lugar para lamentarse por sus seres queridos e imaginar milagros repentinos.

Yo estaba esperando mi milagro: Norman.

—Nada muy importante... —murmuró mi mejor amigo con las manos en los bolsillos de su chaqueta negra.

Mi pulsera improvisada —la cadena de Norman— brilló al rojo vivo, quemándome la piel.
Lease se dio cuenta del hecho, y transformó su mirada ausente en una atemorizada.
Tenía bajo sus párpados algunas ojeras. Por lo visto, no había empezado muy bien el día.
Se hallaba más cansado y callado que de costumbre; había sufrido un brusco cambio de humor en el correr de las horas, lo ví feliz cuando parloteó conmigo en la cafetería, así que no se me ocurría qué cosa podría haberle hecho cambiar de parecer tan de repente.
No temblaba ni tartamudeaba cuando cruzamos palabras, pero por algún motivo que no alcancé a comprender, no tenía ganas de dialogar.

—A ti te está pasando algo —advertí, cruzando los brazos sobre mi pecho—. Algo feo. Cuéntame, duendecito.

Lease huyó de mi mirada acusadora. Evitó contemplar mi rostro, ojeando a todos los lados posibles en absoluta calma.
Yo no iba a permitir que se saliera con la suya. Me negaba rotundamente a que ocurriera lo mismo que con Norman: que Lease saliera herido por culpa de su falta de comunicación.
Si mi amigo se estaba sintiendo mal tenía que decírmelo, no callarlo y guardarlo para sí.
Dediqué una expresión suspicaz.

—Es que... me siento mal. Me siento pésimo, Crista.

Tan sólo habíamos llegado al sector de enfermería. Faltaban solo unos pasillos más para alcanzar la sección de Cuidados Intensivos, donde mi novio se encontraba en situación precaria.

—Te sientes mal por Norman, ¿no es cierto? —hice notar.

—Además de eso, claro.

Fruncí el entrecejo y los labios. Lease siempre era de lo más optimista, pero...
Exhalé el aire de mis pulmones para apaciguarme, aunque eso me fue imposible.

—¿De qué diantres hablaron en la reunión del consejo? ¿Estás triste por eso?

A Lease le sudaban las manos copiosamente, las restregaba contra su camiseta gris sin apartar sus llorosos ojos de los míos.

—¿Cómo no quieres que esté triste, si mi Detective murió, y otros investigadores más fallecieron hoy a manos de un asesino serial?

Aquello me sorprendió como una fugaz bofetada limpia, al tiempo que la cadena de Norman se encendía en medio de un fogonazo de luz verde.

¿Asesino serial? ¿Detectives muertos? 
¿De qué rayos me perdí?
"¿Qué clase de problemas hay ahora?"

Mara Chartenner, la hermana menor de Natalie, murió intoxicada.

La boca se me resecó por completo. Jamás había oído hablar de una noticia como esa en la Agencia. Un escalofrío recorrió mi espinazo, haciéndome tiritar.

—Y... —prosiguió, claramente dolido— yo la escuché agonizar. ¡La escuché por el intercomunicador! —los ojos se le llenaron de lágrimas, y su expresión de cachorro volvió de golpe—. ¡Todo porque bebió un estúpido café!

Sincronizados ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora