▶ Artista incomprendida ◀

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Me refregué los ojos por segunda vez, sin creer lo que me estaba pasando.

—¿Cómo? —volví a preguntar.

—100 euros. No puedo darte más que eso, Lissa.

Cien euros no me bastaban. Ese dibujo me había llevado una semana y tres días.
Mi principal trabajo consistía en realizar ilustraciones digitales, y al parecer recibía un buen pago por ellas.
Hasta ahora.

—Debe de ser una broma, señor Bensen —repliqué nuevamente, ocultando las manos detrás de mi espalda.

El señor Bensen era un tipo de mediana edad, de corto cabello negro, mirada ácida, y una pequeña barba oscura que rodeaba su mentón empinado.
Sostenía frente a él mi drawing pad con firmeza, mientras veía mi más reciente creación artística con un gesto ceñudo.

No tenía idea de por qué no le convencía mi trabajo.
¿Qué tenía de malo?

Había dibujado de forma semi-realista a una joven chica de cabello gris, posando como una ninja antes de atacar, mirando sobre su hombro como si fuera una heroína de ciencia ficción.
Detrás de su silueta, una fábrica abandonada en llamas se caía a pedazos, manchando a la protagonista de tizne y ceniza.
A quien yo había dibujado era mi mejor amiga, Crista.
Habíamos derrumbado sin querer —en realidad, no— el edificio de la Mafia Juvenil con explosivos y fuegos artificiales.

Siempre mis dibujos se basaban en lo que ocurre en la Agencia, o en las Misiones que me mandaban cumplir. Ya era algo casi necesario: se había convertido en mi inspiración.
La temática de los dibujos era la misma: había pasado a ser mi sello distintivo.

—Trevor, no puedo darte más dinero por este trabajo —insistió—. No tenemos más ganadores para el concurso, así que lo único que puedo hacer por ti es pagarte cien euros como premio de consolación y recompensa por hacerle propaganda a nuestra compañía.

Un impulso hirvió en mi interior. Apreté los puños hasta que mis nudillos se pusieron blancos.
Inflé las mejillas, tratando de aguantar la respiración por diez segundos para evitar decirle algo ofensivo al señor Bensen, quien había sido mi asesor artístico por dos años y medio.
La compañía a la que yo estaba afiliada recibía trabajos de todo el mundo, y distribuía las órdenes que demandaban los compradores de arte.
Hace unos meses, para tener más publicidad y fama, la empresa decidió hacer un concurso de dibujo: La obra de arte ganadora formaría parte del eslogan de la compañía, y le darían mil euros al artista responsable.
Mi dibujo había sido anunciado como el ganador, pero no había recibido el dinero en el tiempo (y cantidad) que ellos habían acordado.
Estaba furiosa. ¡Me habían estafado descaradamente!

Sin más, tomé por el cuello de la camisa al señor Bensen, mirándolo fijamente.

—¡¿Tiene idea de cuánto tiempo y trabajo me llevó esta obra de arte?! —exclamé desaforada.

El señor palideció, viendo que tan sólo habían pasado dos segundos después de que yo me tomara la noticia de manera más calmada.
Toda mi disciplina y paciencia desapareció en ese instante. No podía evitar hacer lo que solía hacer cuando las cosas se me iban de las manos y las circunstancias me parecían injustas.

—¡Tranquilícese! —me rogó Bensen—. No me haga llamar a Seguridad.

—¡Entonces págueme lo que merezco! —solté su camisa sin abandonar mi semblante de furia—. Quisiera demandarlo, pero no veo cómo hacerlo...

Entonces, se me ocurrió una no muy brillante idea:

—Se lo diré a mi novio, esto..., digo —me corregí—, a mi prometido. Él es detective y te hará un juicio. Además, tengo buenos abogados a mi favor.

Sincronizados ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora