Los muertos no son el problema

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Por algún motivo desconocido, Evan me había dejado última para ese improvisado primer encuentro. Obligándome a permanecer sentada incómodamente en una sala auxiliar junto a Gavin y lady Lucifer, mientras él charlaba tranquilamente con Larry. Tuve que ver pasar a cada uno de ellos, esperando poder entrar por mi explicación de por qué me había dejado para el final. ¿Es que no sabía el alfabeto? La D va antes con un demonio.

La puerta del pequeño despacho que le habían asignado se abrió, dejando ver la melena rubia de lady Lucifer y luego todo el resto de ella. Que no era tan digno de observar, dicho sea de paso. Esa mujer sólo era cabello, lo juro. Una versión femenina, moderna y mucho más estilizada del Tío Cosa.

Ella se volteó en el quicio, inclinándose para saludar a Evan con un beso en la mejilla, tras una sonrisa coqueta y un meneo juguetón de sus dedos en el aire, dio por finalizada su larga despedida. La observé pasar por mi lado, casi esperando mi dosis de eterno saludo, pero no obtuve ni una mirada de reconocimiento por su parte. Yo no tenía nada en contra de ella y, ciertamente, ella no tenía nada en contra de mí. Lady Lucifer, que para los ojos de la ley y el Señor se llamaba Luci Garner, gustaba de los enfrentamientos verbales con Nadia a cualquier hora y en cualquier lugar. A decir verdad, ella fue quien la había bautizado como lady Lucifer años atrás y, créanme, no tenía reparos en llamarla a los gritos de ese modo, sin importar quién estuviese alrededor. Lo más gracioso era que lady Lucifer en realidad respondía a ese nombre cuando alguien lo pronunciaba. Nunca me dijeron exactamente dónde se originó esa enemistad, pues cuando yo me incorporé a la empresa, Luci Garner ya se había ganado su título. Pero era la enemiga acérrima de una de mis amigas y eso, en el diccionario de amistad femenino, significaba que también debía desagradarme.

—¿Daphne?

Di un notorio respingo al oír mi nombre, apartando mi atención de la espalda de Luci para enfrentarlo a él. Una sonrisa amigable parecía tallada en su atractivo rostro, llevaba una barba de pocos días que lo hacía parecer más casual y relajado que de costumbre —porque acosarlo por Instagram ya era una costumbre—, sus ojos enmarcados por sus características gafas, estaban fijos en mí con una expresión de abierta amabilidad. Él tenía toda la pinta de ser un hombre asquerosamente cordial, pero al mismo tiempo herméticamente reservado.

No pude evitar preguntarme si todo aquello del "alegre terapeuta" sería algo fingido. Nunca había tratado con un psicólogo antes, mamá creía firmemente en lo que ella había denominado "charlas para compartir", las cuales siempre acontecían durante la cena. Para ella esa era toda la psicología que hacía falta en nuestra casa, si teníamos un problema, duda o aflicción, ella lo solucionaba en el lapso de una entrada, primer plato y postre. "Nada es tan malo que no puedas hablarlo con tu familia, Daphne" solía decirme, mientras esperaba que revelara frente a mi padre cosas tales como mi complejo por el tamaño de mis pechos a una edad demasiado temprana.

Ese había sido un bocado duro de tragar para todos. Ni hablar cuando se me ocurrió traer a la mesa, el tema sobre el aliento de los niños cuando debía besarlos. Inocentemente se me había ocurrido decirle a mi madre, si sería ofensivo ofrecerles una menta antes. La reacción de papá había sido esconder el rostro entre las manos y soltar un fuerte suspiro.

Sacudí la cabeza ante el recuerdo, todavía podía ver el sufrimiento en los ojos de mi padre cuando supo que efectivamente había besado chicos. Las charlas para compartir de mamá, nos habían arruinado a ambos. Se los digo.

—Hola... —musité, obligándome a salir de mi aturdimiento.

Su sonrisa se acentuó, mientras se hacía a un lado y me invitaba a entrar con un leve ademan. Dudé un largo segundo, antes de resignarme a lo inevitable. Tendría que hablar con él al menos una vez, era el deseo de mi jefe y yo no tenía ahorros suficientes como para contrariarlo en este momento. Lo seguí al interior de la oficina, tomando asiento en la silla que me ofreció y luego aguardé hasta que él se hubo acomodado del otro lado del escritorio. La oficina era pequeña y algo desabrida en cuanto a mobiliario, pero esos detalles no lograban borrarle la sutil sonrisa. Hombre, ¿no le dolían las mejillas?

El mito de Daphne (libro II de la serie)Where stories live. Discover now