5-. El gran escape

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05:00 am 28 de diciembre de 2012

Valencia, Carabobo, Venezuela

Desperté dando un respingo, al mismo tiempo que los ladridos de Titán y Keeper eran opacados por el ruido de una reja estrellándose contra el pavimento. La habían derribado, y eso significaba que lo único que impedía que fuéramos devorados por esas cosas era una puerta reforzada, que más temprano que tarde, cedería ante su peso.

—¡Rápido! —gritó Daniel, corriendo hacia el garaje—. ¡A los autos!

—Yo conduzco —Robert tomó las llaves de uno de los autos de la mesa del comedor, y por mi parte, guié a los perros hasta el asiento trasero de ese vehículo. Ricardo, por su parte, agarró las del otro, se puso al volante, y se le unieron Itay y Francisco.

—Adelántense, yo me encargo de abrir el portón —dijo Germán, acercándose al interruptor de la pared.

—¡Ya! —le indicó Robert, luego de asegurarse de que los demás estuviéramos a bordo. Entonces, el argentino hizo lo propio y presionó el botón para que pudiéramos huir.

Los zombis, atraídos por el ruido de los motores, se dirigieron a nuestra posición. Inmediatamente, abrí la puerta izquierda del auto, y tan pronto como Germán ingresó y la cerró tras de sí, Robert pisó el acelerador; abandonando para siempre el lugar que nos había mantenido a salvo.


Minutos después nos encontrábamos a unas cuantas cuadras de distancia. Algunos infectados salían de su letargo y trataban de alcanzarnos, pero los dejábamos atrás en un abrir y cerrar de ojos. Mientras tuviéramos gasolina en el tanque, estaríamos lejos de su alcance.

Para romper el silencio que reinaba entre nosotros, Daniel —acomodado en el asiento de copiloto—, estiró el brazo y encendió la radio. Tras algunos segundos de pura estática, surgió una voz masculina que hablaba en tono firme.

"Continuamos en búsqueda de más sobrevivientes. El punto seguro se encuentra junto a la alcaldía de San Diego, Valencia. Hemos dejado volantes con mapas a lo largo de la ciudad para facilitar su llegada. Les recordamos que, fuera de estos muros, no se garantiza la seguridad de nadie."

—Estamos a pocos kilómetros, si mal no recuerdo —razonó Robert—. Quizá eso sea lo que necesitamos.

Como si se tratara de una señal del universo, divisamos a lo lejos una horda de cadáveres moviéndose con rumbo al susodicho punto seguro. Ni siquiera nos prestaban atención, sus miradas vacías solo se enfocaban en el objetivo.

—La concentración de gente los atrae, o al menos eso parece —Germán se rascó la nuca—. Lo más sensato es optar por otro escondite.

—Sí, concuerdo —la voz de Ricardo se escuchó a través del walkie talkie, y entonces me fijé en que Robert mantenía presionado el botón PTT, por lo que los compañeros que iban en el otro carro eran capaces de escucharnos—. El problema principal es que, cuando huimos, perdimos gran parte de nuestra comida, y ya nos estamos quedando cortos de munición.

—Creo que tengo una solución para lo primero —Daniel señaló la fachada de un supermercado a la orilla de la carretera, su letrero rezaba: "Central Madeirense"

—De ser así, que Robert y Ricardo nos esperen al volante —dije—. Puedo ir con el grupo anterior, pero esta vez se nos une Germán.

—Cuenta conmigo —asintió este último. Ambos vehículos estacionaron a pocos metros de la entrada, y sin perder tiempo, procedimos con la misión. 

A simple vista, el edificio se encontraba libre de peligro, y más allá de unas pocas latas de vegetales tiradas en el piso —posiblemente olvidadas allí durante algún saqueo—, no hallamos nada relevante. Las guardamos, y a continuación, nos dirigimos a la última zona pendiente de explorar: el depósito.

La puerta estaba entreabierta, y al asomarnos, notamos que dentro había unos cuantos caminantes que, a juzgar por sus uniformes, cumplían su jornada laboral cuando el virus se apoderó de ellos.

Ahora, frente a nosotros, se manifestaban dos opciones: dar media vuelta y marcharnos con lo que teníamos, o arriesgarnos por algo de comida.

—Nuestra munición está contada, muchachos —llevé la mano a la Desert Eagle que guardaba en la parte trasera del pantalón, haciendo un recuento mental de cuántos disparos me quedaban—. Si atacamos, corremos el riesgo de quedar indefensos.

—Antes de que digan nada, conozco una bomba casera bastante efectiva —afirmó Itay, captando la atención de todos—. Eso nos facilitaría el trabajo.

—¿Y qué necesitas para armarla? —preguntó Fran.

—Cualquier cosa que contenga pólvora. Es diciembre, aún deben quedar fuegos artificiales en algún estante. También traigan bombillas y lámparas que funcionen con baterías, yo me encargo del resto —instruyó el mexicano, y obedecimos de inmediato. Los anaqueles estaban casi vacíos, sí, pero por suerte, conseguimos lo que buscábamos. 

Cuando se lo entregamos a Itay, este tomó los paquetes de pirotecnia y extrajo la pólvora meticulosamente. En seguida, la utilizó para rellenar las bombillas, y finalmente, las instaló en sus respectivas lámparas. Se aseguró de que encendieran, las dejó calentar por unos instantes, y luego de ordenar que nos pusiéramos a cubierto detrás de la pared, las arrojó contra nuestros enemigos.

Hubo una cadena de explosiones tan potentes en el interior del almacén, que incluso temimos haber dañado los productos. Afortunadamente, estos se hallaban al final de la estancia, y lo único que se había visto afectado eran los no muertos, que ahora yacían destrozados sobre el piso de concreto.

Logramos llenar la mitad de un carrito de supermercado con nuestro botín y caminábamos hacia la salida, cuando sentí un frío metálico en la nuca. No hacía falta ser un genio para saber que definitivamente se trataba del cañón de una pistola.

—Bajen las armas —ordenó una voz grave—. Bájenlas y pongan las manos detrás de sus cabezas —preferí no arriesgarme y seguí sus órdenes.

—Entreguen lo que tienen y nadie saldrá herido —amenazó una segunda persona.

—Atravesamos todo el sitio por estas malditas latas —gruñó Itay—. Son nuestras.

—Queríamos hacerlo por las buenas, pero tú te lo buscaste —escuchamos cómo el primero quitaba el seguro de la pistola.

—Espera, el ruido atraerá a más de esas cosas —intervino su compañero—. Además, pueden servirnos de carnada.

—¡Carnada el coño de tu madre! —le conecté un gancho al sujeto que se hallaba a mis espaldas, tomándolo por sorpresa. Itay pateó los testículos del otro, y mientras aún se retorcía, Germán lo derribó aplicando una llave de Judo. Sin darles chance a reaccionar, recuperamos nuestras armas y empujamos el carrito durante el trecho que faltaba para llegar a los vehículos.

Fuimos capaces de guardar las provisiones en los maleteros, pero entonces una docena de sujetos —que al parecer eran aliados de los anteriores—, hizo acto de presencia. Estos abrieron fuego casi al unísono, y antes de que consiguiéramos escapar, uno de nuestros autos salió volando por los aires.

No recuerdo nada después de eso.


Banda: Kataklysm

Canción: Serenity in fire

Código X 77Where stories live. Discover now