17. Muere el capitán Nemo, y los colonos cumplen su última voluntad

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Había llegado el día: ningún rayo de luz penetraba en aquella profunda cripta, cuya


abertura obstruía la marea alta en aquel momento, pero la luz artificial, que se escapaba


en largos haces a través de las paredes del Nautilus, no se había debilitado, y la sábana


de agua resplandecía todavía alrededor del aparato flotante.


Un extremado cansancio se notaba en el capitán Nemo, que había vuelto a caer sobre


su diván. No se podía pensar en trasladarlo al Palacio de granito, porque había


manifestado su voluntad de permanecer entre aquellas maravillas del Nautilus, que no


habrían podido pagarse con millones, y esperar una muerte que no podía tardar en venir.


Durante la larga postración 'que le tuvo casi sin conocimiento, Ciro Smith y Gedeón


Spilett observaron con atención el estado del enfermo. Evidentemente el capitán se iba


extinguiendo poco a poco: faltaría la fuerza a aquel cuerpo, en otro tiempo tan robusto


y, a la sazón, débil envoltura de un alma que trataba de romper sus lazos. Toda la vida


estaba concentrada en el corazón y en la cabeza.


El ingeniero y el periodista celebraban consejo en voz baja. ¿Había algo que hacer por


el moribundo? ¿Podían, si no salvarlo, al menos prolongar su vida durante varios días?


El mismo había dicho que no tenía remedio y esperaba tranquilamente, sin temer, la


hora de la


muerte.


-No podemos hacer nada -dijo Gedeón Spilett.


-Pero ¿de qué se muere? -preguntó Pencroff.


-Porque se apaga -contestó el periodista.


-Sin embargo -dijo el marino-, si le trasladáramos al aire libre, al sol, quizá se


reanimaría.


-No, Pencroff -contestó el ingeniero-, no podemos hacer nada. Por otra parte, el


capitán Nemo no consentiría en salir de su buque; hace treinta años que vive en el


Nautilus y en el Nautilus quiere morir.


Sin duda el capitán Nemo oyó la respuesta de Ciro Smith, porque se incorporó un


poco y con voz más débil, pero siempre inteligible, dijo:


-Tiene usted razón: debo y quiero morir aquí. Por lo tanto, tengo que hacerles una


súplica.


Ciro Smith y sus compañeros se acercaron al diván y dispusieron los cojines de modo


que el moribundo estuviera más cómodo.


Vieron entonces que las miradas del capitán se detenían en todas las maravillas de


aquel salón, iluminado por los rayos eléctricos que pasaban a través de los arabescos de


un techo luminoso. Contempló uno tras otro los cuadros suspendidos sobre los


espléndidos tapices que cubrían las paredes, las obras maestras de los pintores italianos,

La isla misteriosa-Julio VerneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora