El 29 de octubre la canoa de corteza de árbol estaba acabada. Pencroff, cumpliendo su
promesa, había construido en cinco días una especie de piragua, cuyo casco tenía por
cuadernas unas varillas flexibles. Un banco en la popa, otro en medio para mantener el
escarpe, un tercero a proa, una regala para sostener los toletes de los remos y una
espadilla para gobernar, complementaban esta embarcación que medía doce pies de
larga y pesaba doscientas libras. La operación de botarla fue sencilla: la llevaron a brazo
hasta el litoral delante del Palacio de granito y, cuando subió la marea, quedó a flote.
Pencroff, que saltó dentro inmediatamente, maniobró con la espadilla y se cercioró de
que serviría perfectamente para el uso a que se la destinaba.
-¡Hurra! -gritó el marino, que no se olvidó de celebrar así su propio triunfo-. Con esto
se podría dar la vuelta...
-¿Al mundo? -preguntó Gedeón Spilett.
-No, a la isla. Con algunos cantos por lastre, un mástil a proa y el cachito de vela que
el señor Smith nos hará un día, podremos ir lejos. Ahora bien, señor Ciro, y usted, señor Spilett, y vosotros, Harbert y Nab, ¿no quieren probar nuestro nuevo buque? ¡Qué
diantre! Es preciso ver si puede llevamos a los cinco.
En efecto, había que hacer este experimento. Pencroff, manejando la espadilla, llevó
la embarcación cerca de la playa por un estrecho paso entre dos rocas, y se convino en
que aquel mismo día se haría la prueba, siguiendo la orilla hasta la primera punta que
terminaban las rocas del sur.
En el momento de embarcarse gritó Nab:
-¡Hace agua tu buque, Pencroff!
-No es nada, Nab -añadió el marino-. Es preciso que la madera se estanque. Dentro de
dos días habrá menos agua en esta canoa que en el estómago de un borracho. ¡Adelante!
Se embarcaron todos y Pencroff hizo tomar el largo a la canoa. El tiempo era
magnífico, el mar tranquilo como si sus aguas hubiesen estado contenidas por las
estrechas orillas de un lago, y la piragua podía confiarse a las olas con tanta seguridad
como si hubiera remontado la tranquila corriente del río de la Merced.
Nab tomó un remo, Harbert el otro, y Pencroff permaneció a popa de la embarcación,
para dirigirla con la espadilla.
El marino atravesó primero el canal y pasó rasando la punta sur del islote. Una ligera
brisa soplaba del sur; no había oleaje ni en el canal ni en alta mar; sólo algunas largas
ondulaciones apenas sensibles para la piragua, que iba muy cargada, hinchaban a
intervalos regulares la superficie del mar. Se alejaron una media milla de la costa, de
modo que pudiera verse todo el desarrollo del monte Franklin, y después Pencroff,
virando de bordo, volvió hacia la desembocadura del río.
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La isla misteriosa-Julio Verne
ClassicsTras evadirse en globo de la Guerra de Secesión, cinco americanos, reunidos en torno al ingeniero Cyrus Smith, naufragan logrando llegar a una isla desierta. Los cinco protagonistas cuentan únicamente con su habilidad para sobrevivir. Sin embargo, e...