[3.2] Capítulo 4

Începe de la început
                                    

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Irene evitó mirar a los ojos a ésa mujer y con Raffaele apenas cruzó palabra.

Uriele parecía contento con su hermano de regreso, Ettore y Jessica parecían contentos con sus primos. En la siguiente reunión, Gabriella y sus hijos, Lorenzo y Lorena, también se unieron a ellos e Irene finalmente fue capaz de abrir la boca cuando se encontraban visitando la casa de... Raffaele y de su amante. Por fortuna, los niños buscándola, como siempre, le distraían la mente de reflexiones y le hacían más llevadero el gran tormento... de momentos.

La tercera vez que se encontraron, fue igualmente durante un fin de semana, en casa de Raffaele; estaban asando carne en el jardín y Lorena, Annie y Jessica le pidieron sándwiches de queso, por lo que Irene fue junto a ellas, a la cocina, y apenas terminó de cortar las orillas de su pan, y derretir perfectamente el queso, las niñas saliendo corriendo a continuar su juego... y entonces se le unió Hanna. fue la primera vez que se encontraron a solas, en una misma habitación, e Irene se dio prisa a cerrar el pan y, cuando estaba por guardarlo dentro de la alacena, Hanna le rozó una mano mientras intentaba alcanzar una botella de salsa que se hallaba sobre la encimera.

... El contacto, con su piel blanca... infectada, le pareció ofensivo y, sin pensar en lo que hacía, primero se limpió la mano contra la falda corta que vestía, para después, igualmente sin planearlo, levantar su otra mano y darle una bofetada de revés.

El primer instinto de Hanna fue prepararse para regresarle un buen puñetazo, pero... se detuvo. Irene, con lágrimas en los ojos, empezó a hablar:

—Tú, sucia puta —le gruñó, bajito para que pudiera escucharlo sólo ella—. ¡No te atrevas a volver a tocarme nunca más! —le ordenó.

Hanna la miró a los ojos; Irene, con los dientes apretados, temblaba.

—Estoy en esta maldita casa obligada, porque es lo que hace una mujer: seguir a su esposo, no para ser tu amiga, estúpida.

La alemana no podía decir nada. Pese a su gran belleza, pese a que el resto de personas morían por servirla, ella vivía avergonzada de sí misma, creyéndose inferior a cualquiera... en especial a mujeres como Irene; peor aún, la culpa que sentía no ayudaba, menos todavía al enterarse de que Audrey y ella habían sido grandes amigas.

—Si dependiera de mí —continuó Irene—, apartaría de tu suciedad a todos los niños, ¡a todos! Porque, aunque estés aquí, haciéndote pasar por una señora... con el marido de ella y con su única hija, siempre serás lo único que eres: una puta.

Dicho aquello, Irene dejó la cocina y se reunió con los demás, luchando por contener las lágrimas. Por su parte, a Hanna le tomó mucho más tiempo que a ella despertar, y más aún reunirse nuevamente con los demás.

Y no dijo una sola palabra. El ardor de la mejilla se había ido... pero no de sus palabras, ni la marca en su piel, y Uriele lo notó:

—¿Qué te pasó en la cara? —le preguntó.

Aunque en otro momento, la alemana hubiese preguntado «¿Dónde?» para disimular, turbada, como se hallaba, ella se tocó la mejilla derecha, ahí donde una marca rojiza le invadía la piel, y se obligó a sonreír.

—Nada —mintió.

Ante su respuesta, Uriele frunció el ceño, mientras que Raffaele miró hacia su cuñada... pero no hasta cruzar miradas con ella. Había sido un presentimiento, una rápida y obvia deducción, que le llevó a buscarla a solas, cuando su hermano gemelo ya se despedía de Gabriella, aún en la terraza, y la llamó:

Ambrosía ©Unde poveștirile trăiesc. Descoperă acum