[3.2] Capítulo 3

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Adelina se recargó contra el muro, sintiéndose una invasora, y también muy confundida: ella no comprendía el amor, no el de pareja. Lo más cercano que la monja había tenido, era la joven ilusión de una niña, de una adolescente, por el guapo hermano de su cuñado italiano, y realmente no lo comprendía.

No entendía cómo un hombre, que dice amar a su mujer, podía meterse a la cama con otra y luego volver a casa, como si no hubiese pasado nada.

No entendía cómo un hombre, enamorado de otra, se quedaba por años al lado de una esposa que no amaba como mujer, pero le era completamente fiel a ésta.

Aún menos entendía cómo es que dos personas, que se llaman «mi hermano» y «mi hermana», que evidenciaban amar al otro más que a nada, también se deseaban.

... Terminó creyendo que no podía entenderlo porque, para cada persona, la construcción de amor, su percepción, era diferente.

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«Perdóname, perdóname, perdóname, mi amor» decía una de las cartas que Audrey había dedicado a su hija no nata «Tal vez pienses que te quité a tu padre, mi vida, y no espero que lo entiendas ahora, pero quizás algún día, cuando seas una mujer fuerte, tengas a tus propios hijos y des la vida por ellos... quizás entonces puedas comprender por qué lo hice, ¡viva o muerta seguiré siendo tu madre, y seguiré amándote! Y si es voluntad de Dios que yo no esté aquí para cuidarte y abrazarte cada día, ¡me corresponde entonces hacer todo lo que esté en mis manos!»

Mientras Anneliese leía cuidadosamente cada una de las letras que le había dedicado aquella mujer llena de dolor, de pena... una mujer temerosa ante la idea de morir y dejar a sus hijos solos, especialmente a una bebita, no pudo evitar llorar.

No había conocido a Audrey —no había hojeado los álbumes fotográficos que le había dado Adelina, tampoco había mirado uno sólo de sus videos—, ¡pero sus palabras llevaban tanto dolor que se habían metido en su alma, cual semillas en tierra fértil, y germinaron tan rápidamente, que lo llenaron todo!

La mujer explicaba a su hija porqué había tenido que negarle a su padre, porqué había tenido que dejarla en un convento, se disculpaba por ser débil, por juzgar a otra persona —así fuese ella una mujer corrompida y deshonesta, decía saber que a ella no le correspondía juzgar aún a la persona que estaba destrozándole el matrimonio ¡pero que no podía evitarlo!—. ¡Audrey amaba tanto a su niña y le aterraba la idea de no poder estar a su lado para guiarla y protegerla! Le suplicaba que intentara comprenderla... No la quería expuesta a infección y peste, a malos modelos.

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Anneliese leyó las cartas cuidadosamente. Primero, ya en su recámara, recostada sobre su cama y recargada contra el cabecero, las devoró una por una, curiosa, habida; luego las releyó lento, deteniéndose en cada punto, en cada coma, analizando lo que leía, las palabras que ella había utilizado, las que repetía...

Pensó, más de una vez, en que ésa mujer dulce y bella, aquella que todos consideraban tan pura y perfecta... también era humana, que sufría de temores, que le preocupaba que su hija, en caso de que ella falleciera, creciera junto a una mujer que, a su consideración, no era buena.

Annie podría haber argumentado algo contra eso, podría haber dicho que Hanna siempre fue todo lo buena que pudo, pero pensó en que eso sería ridículo y hasta irrespetuoso, ir contra todos los ideales, contra toda la crianza de una persona, y obligarla a pensar distinto sin tener ninguna base para ello.

Le habría gustado poder decírselo, sin embargo, que supiera que Hanna siempre había sido, con ella, todo lo buena que había podido.

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Ambrosía ©Where stories live. Discover now