Siempre había sido así; desde niños. Cuando Uriele seguía meditando la situación, identificando la emoción, el qué quería, ideando el cómo lo ejecutaría y los resultados que sus acciones tendrían, Raffaele ya se había lanzado por ello; Raffaele no había pensado en las consecuencias de nada: lo miraba, lo quería e iba por ello.

Raffaele expresaba lo que sentía, decía lo primero que se le venía a la cabeza sin importar cómo los demás lo percibían... Uriele buscaba las palabras adecuadas para formular exactamente lo que quería y no dejar lugar a dudas ni oportunidad a tergiversaciones.

Uriele analizaba, meditaba; Raffaele hacía.

Giovanni Petrelli decía que Uriele pensaba mucho las cosas, que le daba mil vueltas a cualquier cosa... mientras que Raffaele no reflexionaba nada, improvisaba todo y arreglaba las cosas en la marcha... si podía.

Uno cavilaba tanto que se movía lento, y el otro actuaba tan rápido que iba ciego.

A uno se le ponía fría la sopa y el otro se quemaba la boca con ella.

... Y había ocurrido con Hanna.

Mientras que Uriele seguía madurando la idea, planeando, sopesando consecuencias y armándose de valor para llevarlo a cabo... Raffaele ya lo había tomado.

¿Que si no se había dado cuenta de nada entre ellos, luego de la noche en que se conocieron, y hasta ese momento? Claro que sí, lo había hecho, infinidad de veces... como el cumpleaños de Hanna, cuando Uriele le obsequió un auto y Raffaele se apresuró a restarle importancia, mencionando lo práctico que era su hermano, su generoso hermano que no recibía solicitudes de filántropos ni becarios, y si llegaba a donar un solo euro, solicitaba la factura para deducirla de impuestos.

Pero, ¿importancia real? No, no se la dio hasta ése momento, cuando Mika mencionó una palabra que él jamás habría contemplado... amor —porque era un hecho que Uriele gustaba de ella, y ¿ella? Si Raffaele le gustaba a alguien también le gustaba Uriele porque, ¿no eran acaso idénticos? Pero nunca creyó que hubiese algo más allá de una atracción que quedaría meramente platónica—... comenzó entonces a pensarlo.

Audrey iba a dejarlo cuando se enterara de Hanna y... ¿Hanna iba a dejarlo en algún momento por Uriele?

A finales de agosto, sin pensar en ello —nunca pensaba en ello; sólo decía lo que se le ocurría y, luego ya, cuando se preguntaba por qué lo había dicho, identificaba si realmente lo quería o sólo había sido capricho—, le preguntó a la alemana:

—¿Qué opinarías si decido mudarme aquí?

Y Hanna, que estaba recostada sobre su cama, desnuda, mirándose el vientre blanco que ya se abultaba, pero sólo se notaba cuando se hallaba sin ropa, lo miró por un segundo y, sin mucho interés, le respondió:

—¿A Alemania? —tanteó, extrañada—. Siempre estas quejándote del idioma y del clima.

Parado en el marco de la puerta del cuarto de baño, en su habitación, Raffaele guardó silencio un momento, pensando en lo que había preguntado y en la respuesta que había obtenido; estaba sólo en boxers, eran una prenda negra, que se le ceñía al cuerpo, de la cadera hasta arriba del medio muslo.

—Aquí, Hanna —le aclaró—. A éste departamento —evitó decir «con Matt... contigo», estaba implícito.

Y ahí sí que ella lo miró con interés, incluso se incorporó sobre un codo.

Ella no había pensado en eso. Jamás. Nunca se planteó la idea de tenerlo ahí, cada día en su casa y... ¿su esposa? ¿Él estaba planeando dejar a su esposa... por ella? No supo qué decir porque... ¿qué se decía a una cosa como aquella? Ellos no eran novios... no eran pareja. Ella no lo consideraba de ése modo: Raffaele había sido el hermano de Uriele, el salvavidas al que se había aferrado cuando se hundía, luego se volvió el padre de su hijo... y del otro que venía —del que la hacía morir de estrés, cada día, temerosa de que Uriele supiera cuán indecente en realidad era ella—. ¿Amantes? Ni siquiera le ponía ésa palabra a lo que ellos tenían, nunca se vio como... la otra. Para ella, Raffaele era un hombre que le curaba todos los males del alma..., que incluso le limpiaba las manchas del alma porque, irónicamente, mientras pecaban, ella se sentía menos sucia..., menos basura y, cuando lo veía lamer la sangre de sus muslos, tras clavarle los colmillos en la piel —Dios, ¡esos colmillos!—, la ayudaba a vencer incluso la hipocondría que le había generado aquella... vida. Temerosa, seguía haciéndose los análisis de laboratorio cada tres meses, pues la idea de que había quedado algo, dormido, no se iba —pero estos siempre eran negativos a todo mal, por fortuna—, y en sus genitales seguía buscando ronchas y manchas..., pero luego él la besaba entera, y se comía todo de ella y, se preguntaba que, si él estaba seguro de que ella estaba limpia, ¿por qué ella seguía sintiendo asco por sí misma?

Ambrosía ©Where stories live. Discover now