—Encontré tu eco, del mes pasado, hace unas semanas —le explicó—. Lo dejaste en el estudio. Y vi tu cita para hoy anotada en el libro donde llevas el registro de clientes —siguió... lo que él no le dijo, fue que había visto más cosas.

Mientras ella dormía, había visto su vientre blanco, siempre planísimo, abultado bajo el ombligo —lo cual no le había confirmado nada; aunque lo sospechó, él estaba en negación (Dios, no, ella había quedado embarazada de...)—, y la había visto subirse la blusa y acariciarse ése bulto con sumo cariño, cuando se creía sola y... ahí sí que lo confirmó. Su hermana estaba embarazada y... ella no sentía rechazo, ni preocupación, ni ninguna otra emoción negativa por ése bebé. De hecho, parecía contenta. Siendo así, si ella estaba feliz por su embarazo, ¿con qué derecho él iba a rechazar, o mostrar desagrado, por algo que ponía tan feliz a la persona que él más quería, y quien había sufrido tanto por causa suya?

—Iba a-a decírtelo —tartamudeó apenas ella, bajito, incapaz físicamente de hablar más alto.

—¿Todo va bien? —continuó él, volviéndose hacia ella.

La muchacha asintió, lento, aún con los labios medio abiertos.

—T-Tuve un novio —intentó explicarlo ella.

—Está bien —él la interrumpió, alzando la voz, y se volvió de nuevo hacia la estufa, pidiéndole que no eran necesarias las explicaciones..., las mentiras—. Está bien.

Hanna sacudió la cabeza, negándose a aceptar que él creyera que su hijo era el producto de... Que lo había engendrado un...

—Era italiano —a ella le temblaba la voz.

Y fue ahí cuando Mika menos lo creyó: conocía bien la fascinación de su hermana por aquel país; tenía su librero lleno de libros en italiano y, de manera frecuente, cuando no sabía cómo se decía una frase en aquel idioma, la encontraba metida en su diccionario.

Mientras apretaba los labios, Mika también cerró su puño alrededor del mango de la sartén.

—De acuerdo —le suplicó una vez más que se callara—. Está bien.

Hanna intentó decir algo más, pero su voz temblorosa y el llanto que le siguió, no se lo permitieron. Al escuchar el sonido, el muchacho se volvió hacia ella y la encontró con las mejillas empapadas en lágrimas y, sin pensarlo, fue con rapidez donde ella, pero antes de que llegara, su hermana ya se había puesto de pie, facilitándole que la envolviera con fuerza entre sus brazos; ella era casi diez centímetros más alta que él y, contrario a lo que los demás veían —una joven bellísima, fuerte, superficial, fría—, él veía quién era realmente ella: una chica de diecisiete, rota, llena de temores y... por Dios, ¡no soportaba verla llorar! Su hermana ya había sufrido tanto, ¡no merecía llorar ni una lágrimas más!

—¿Por qué diablos lloras? —la cuestionó él, sin soltarla.

¿Por qué lloraba? Ya no lo sabía. Tenía tanto, tanto, ¡había pasado por tanto!, que ya no lo sabía. Quizá porque había esperado algo distinto... Quizá un retroceso con Mika. Él ya no se drogaba.

—¡Va a ser genial! —siguió el muchacho—. Tú, yo y, si es niño, lo llamamos como papá.

—Te amo, Mika —le dijo ella, a cambio.

Aquel mismo día, unas horas después, Uriele estaría encontrando un zapatito amarillo bajo su almohada.

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Para el segundo lunes de octubre, habiendo visto a Hanna hacían cuatro días, saliendo de su estudio junto a su hermano..., luciendo una delatadora pancita, Uriele ya tenía una carpeta amarilla en su escritorio que contenía nuevas fotografías de la muchacha, junto a varios papeles más, entre los que estaban impresiones de los últimos ultrasonidos que le había practicado su médico, y un informe de éste, detallando que ella estaba en su semana veintiocho de embarazo.

Ambrosía ©Where stories live. Discover now