—Sí, un taxi estará bien —intentó tranquilizarla.

—¿Qué te pasa, papi? —le preguntó Sylvain.

—Nada. Estoy bien —mintió él—. Me hizo daño la cena de anoche.

Sylvain se rió:

—¿Cenaste mucho helado? —una tarde, él había comido tanto helado que terminó vomitando.

Raffaele intentó sonreírle a su niño, pero no pudo más. Le besó la frente a su mujer y dejó su casa.

No se sintió mejor cuando su médico le explicó que, aunque le haría los análisis correspondientes en ése momento, existía un periodo de ventana, de tres meses, en los que debería volver a practicarse los estudios, pues en ése momento difícilmente —por no decir, imposible— se detectaría algún virus transmitido en las próximas horas.

—Eso quiere decir que —comenzó él, con la boca amarga—... aunque los estudios ahora digan que no estoy enfermo de nada, ¿podría estarlo?

El hombre, sentado frente a él, asintió, dubitativo.

—Y podría contagiar a mi mujer —no había sido pregunta.

El doctor asintió de nuevo. Comenzó a sentirse molesto; era un completo imbécil. Nunca se había sentido tan estúpido en su vida.

—¿Y ahora qué?

—Esperar éste tiempo —le recomendó.

—¿Tres meses? —se rió Raffaele. Por él no había ningún problema: si era para protegerla, no la tocaría en todo el año, pero... ¿cómo le explicaba, cuando ella lo buscara, que no podía hacérselo?

—Preservativo —siguió el doctor.

Raffaele apretó los labios. Era ella quien se cuidaba, ¿qué explicación le daba para, de repente —sin haberlo hecho una sola vez, desde que se casaron—, ponerse condones?

—¿No es opción? —preguntó el médico, cómplice, comprendiéndolo: era un muchacho de veintidós años, atractivo, adinerado, ¿cuántas mujeres no lo buscarían?

El muchacho sacudió la cabeza: no, no era opción.

—Entonces... podemos inventarte una bacteria —sugirió.

Los ojos de Raffaele, color chocolate y llenos de desolación, lo miraron con atención, sin saber que aquel era el comienzo de la pérdida de todo lo que él amaba.

.

Raffaele Petrelli evitó darle demasiados detalles de su increíblemente contagiosa y agresiva bacteria que, supuestamente, invadía su estómago, pero... Audrey no era estúpida. Su cara se lo decía todo: ella le creía —ella confiaba ciegamente en el hombre con quien se había casado, quien le había jurado protegerla siempre—, sin embargo... ¿a él le habían dado los resultados del estudio que le practicaron tan rápido? ¿Cómo se llamaba la bacteria? ¿cómo debía tomarse el medicamento? ¿Por cuánto tiempo? ¿Qué cuidados deberían tener ella y los niños para evitar contagiarse? ¿Cómo se había contagiado él? Y a él —temeroso, aterrado, algo confuso de sus propias palabras— no se le ocurrió ninguna otra cosa que seguir la regla más simple y efectiva que conocía: no dar demasiadas explicaciones. Entre más hablara, más evidencias daría de que aquello era una mentira.

Y Audrey, aun frunciendo el ceño, enredada, terminó asintiendo... creyéndole porque, por más vacíos que tuviesen sus respuestas, se las decía él y ella confiaba en su marido.

Y él la adoraba a ella —y sus hijos, por Dios, ¡cuánto los quería! Sylvain lo tenía tan orgulloso, y Sebastian, con sus enormes ojos azules y su sonrisa tiernísima, era la cosa más dulce del planeta—. Raffaele sabía que, lo que le restara de vida, lo dedicaría a su familia; jamás volvería a fallarles ni ponerlos en riesgo nunca más.

Ambrosía ©Where stories live. Discover now