Gretchen la había llevado a su casa; ella sabía salido corriendo de ahí, tras contar el —no dinero—... la cantidad de ampolletas que podría comprar, para Mika. En el camino, había hecho que su compañera se detuviera un par de veces, ambas ocasiones para vomitar hasta no tener más en el estómago, hasta que, de sus arcadas, sólo obtenía saliva... y lágrimas.

Gretchen había dicho algo durante todo el camino, pero... Hanna no la oía.

Y al llegar a su departamento vacío —Emma seguía en el hospital, con Mika—, ella se desnudó y tiró su vestido a la basura —no quería volver a ver esa tela contaminada, podrida—, antes de meterse a la ducha, donde pasó el resto de la noche, lavándose cada parte, deseando lavarse hasta los huesos y, si pudiera más, entre cada célula...

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La víctima de una violación puede ir al hospital, a la policía... a los brazos de su madre, pero Hanna había consentido prestar su cuerpo, era lo que ella se decía..., pero ella no entendía que había sido tan abusada como realmente se sentía. Peor aún... ella no tenía a nadie a quién contarle.

No dejó de llorar hasta el amanecer. Estaba sucia y asquerosa... sentía que habían defecado en su interior... en su alma —que la habían obligado a paladear fétida carne descompuesta, blanda, repleta de podredumbre y gusanos que aún se movían, vivos, entre sus dientes y estómago—, pero... ahora tenía dinero para el tratamiento de Mika.

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Cuando Hanna finalmente regresó al hospital, junto a su madre y hermano, llevaba sus cabellos negrísimos mojados por la ducha —se había lavado el cuerpo entero con vinagre—.

Mika continuaba en aquel mismo estado y, a pesar de que una parte de ella no quería tocarlo —sentía que iba a infectarlo más—, moría por hacerlo y el médico de guardia no tuvo que pensarlo mucho: ella parecía tan débil, tan destrozada...

Hanna se acercó a su hermano pequeño lentamente y, con cuidado, tomó asiento a su lado, en la diminuta camilla, y aunque quería besarlo en el rostro fino, flaco, pálido, que él tenía, no se atrevió a hacerlo.

—Ya vas a estar bien —le juró, despacito—. Ya vas a tener tus medicinas.

Emma se reunió con ellos en aquel momento —Hanna no se preguntó si el médico también la había dejado pasar o ella se había colado, de contrabando—.

—¿Dónde estuviste la noche entera? —le preguntó la mujer, en un susurro.

Y Hanna quería contarle, quería decirle... quería un abrazo, pero sólo le dijo que ya tenía el dinero para que pudieran trasladar a Mika a la clínica privada, y comenzar con el tratamiento.

Al oírlo, Emma frunció ligeramente el ceño y Hanna creyó que ella iba a preguntar algo, que... que iba a poder llorar hasta cansarse, en sus brazos..., pero ella, tras pensarlo un momento, tan sólo bajó la mirada. Emma no iba a preguntar nada. No quería saberlo...

Hanna se sintió desolada. Comprendió que estaba sola.

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—¿Ya? —preguntó la estilista infantil, sorprendida de lo rápido que pasaba el tiempo: ¿en serio Raffaele ya estaba por graduarse? Cortaba el cabello de primogénito de la pareja desde hacían años, aunque en ésta ocasión Sylvain no era quien esperaba, sentado sobre la sillita con forma de auto, sino Sebastian, el bebé de poco más de un año—. Pues felicidades —dijo, mirando a Audrey, insinuando que, el logro, era verdaderamente de ella.

Raffaele se rió; algunas veces, cuando ésa mujer pasaba cerca de su casa, se encontraba con Audrey en el jardín, leyendo los libros de los cuales, su marido, tenía que entregar reportes de lecturas, mientras que éste cuidaba de los niños. También la había visto en cafés y hasta en restaurantes, ayudándolo...

Ambrosía ©Where stories live. Discover now