—Él y sus perros —suspiró Rebecca, deteniéndose junto a Audrey.

En silencio. La rubia le regaló una sonrisa mientras se acariciaba discretamente el vientre, disfrutando del movimiento fetal del bebé no nato, quien rara vez se movía lo suficiente para poder palparlo. Raffaele no había conseguido a la niña que quería: era otro niño, decía el ginecólogo.

—Ve a dormir un rato —aconsejó Rebecca a Audrey; se acercaba la fecha de parto.

—Sí —aceptó ella (sentía que sus ojos se cerraban: debido a su avanzado embarazo, ya no podía subir al avión y habían ido hasta Italia en automóvil). Luego la miró, abriendo sus ojos azules mientras se daba un par de toquecitos, sobre el pómulo, con la yema de su índice derecho, preguntándole si podía cuidar de Sylvain.

—Está con Giovanni —obvió Rebecca: con él, creía ella, estaba más seguro que en cualquier otro sitio y en otros brazos.

—Sí —se rió Audrey—: sobre un perro que mide como tres metros —insinuó.

Rebecca se rió, mirándola marcharse. Raffaele alcanzó a su madre y le pasó un brazo por los hombros antes de besarle la cabeza.

—Haz que tenga aquí al bebé —pidió la mujer a su hijo—. ¿Qué vas a hacer si, en el camino, se pone en labor?

—Pues la llevo al hospital más cercano —simplificó él.

Sylvain, siendo cosquilleado por Giovanni, dejó escapar una carcajada dulcísima.

—Raff —suspiró ella.

—Y ¿qué más hago? —se quejó él: Audrey no iba a aceptar parir en ningún otro sitio que no fuera el convento y, la verdad, era que él comenzaba a confiar en esas monjas tanto como lo hacía la misma francesa.

—¡BECKY! —la llamó Marco a gritos, desde el interior de la casa—, ¿PUEDO COMER HELADO?

Rebecca puso los ojos en blanco, segura de que él ya se había terminado el bote de helado; siempre preguntaba o pedía permiso luego de comerse toda una caja de bombones, o chocolates... ¡y luego se ponía hiperactivo!

—¡No! —le gritó ella, soltándose de Raffaele y yendo hacia la cocina.

—¿Le pego unas cachetadas? —jugó Raffaele—. Para que obedezca.

—¿A quién? —preguntó Gabriella, bajando las escaleras.

—A Audrey —explicó Raffaele, con naturalidad.

Gabriella dejó escapar una carcajada.

—Te quiero ver levantándole la voz, siquiera —terció Uriele.

Gabriella y Raffaele se volvieron hacia la puerta, sorprendidos. ¿Cuándo había llegado de Alemania él? Era ya un hábito entre los gemelos: cuando uno estaba en Italia, el otro tomaba inmediatamente un vuelo con el mismo destino.

—Ya sé —siguió la muchacha, y esperó a que Uriele la besara antes de continuar—: le pide permiso hasta para ir al baño.

Raffaele dejó un quejidito por la nariz, inconforme, mientras abrazaba a su hermano gemelo.

—Sólo fue una vez —jugó él.

¡Papi! —llamó Sylvain desde la entrada, corriendo hacia Raffaele.

—No corras, Sylvain —lo reprendió Gabriella, preocupada por esa pequeña cosa rubia.

El niño no hizo caso y siguió corriendo hasta que su padre lo alcanzó y cargó en brazos.

—Tengo sed —le hizo saber; estaba sudoroso y con las mejillas sonrojadas.

—No se cansa nunca —dijo Giovanni; no se quejaba. Llegó donde sus tres hijos esperaban y obligó a Uriele a inclinarse un poco para besarlo en la cabeza; sus dos hijos eran tan altos como él.

Ambrosía ©जहाँ कहानियाँ रहती हैं। अभी खोजें