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Audrey tenía un don. La madre del orfanato siempre decía que «tenía un muy buen ángel», pues ella siempre agradaba a las personas; su carisma era innegable y la gente siempre terminaba queriéndola y, a pesar de que Rebecca tenía toda la intención de mostrarle su desprecio, apenas la tuviera enfrente, no pudo hacerlo y es que, ¿cómo le demuestras desapruebo a una chiquilla con la expresión más dulce?

Audrey casi parecía una niña —rubísima, con el rostro y expresiones más inocentes— y estaba tan avergonzada de haberse casado sin pedir permiso a las mujeres que la habían criado. Había sido un impulso, Raffaele le pidió que se casaran y se lo pidió tanto —¡y se lo pedía en serio!—. Él realmente quería que ella fuera su esposa y Audrey no pudo con tanto... Lo quería tanto. Y Raffaele a ella.

Giovanni supo, cuando tuvo al frente al menor de sus hijos, y él se mantuvo firme, que no podría hacer mucho para alejarlo de ella. Esperaba encontrarlo y verlo, arrepentido, algo asustado... pero Raffaele realmente quería estar con ella. Tanto que Giovanni llegó a pesar en que, si se empeñaba, terminaría alejando únicamente a su hijo.

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—Tus abuelos terminaron dándole la bienvenida a la familia —soltó Uriele—. Aunque, ¡qué sorpresa se llevaron tu padre y Audrey cuando se enteraron de que ya eran familia! Lejanos, pero lo eran.

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Audrey se dio cuenta de que estaba embaraza la última semana de septiembre.

Y la realidad fue que, al principio, tanto Raffaele, como ella, se sintieron..., asustados.

Casarse a los dieciocho, vivir juntos, la realidad es que resultaba divertido, maravilloso..., pero aún estaban estudiando. ¿Cómo harían con un bebé?

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Los pocos ahorros que había dejado Jason Weiβ comenzaron a terminarse. Emma consiguió empleo en un taller de costura, como ayudante, y aunque trabajaba dos o tres horas cada día, le daban oportunidad de llevar ropa a casa, prendas que debían ser hilvanadas a mano antes de pasar por la máquina.

Así fue como, el último mes de sus doce años, Hanna intercambió, literalmente, las muñecas por el trabajo. Su madre trabajaba tanto y ¡la paga era tan poca! Comenzaba a notarse la diferencia en las alacenas —no había la misma cantidad de despensa, como cuando estaba Jason... ni la calidad de la poca comida que había, era la misma—. Hanna cosía por las noches... de cualquier manera, ni siquiera podía dormir. Extrañaba tanto a su padre...

Las tardes enteras, luego de clases, las dormía con las luces apagadas, las cortinas cerradas, y la cabeza bajo la almohada...

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Hanna Weiβ alcanzó sus trece años el segundo viernes de octubre. Fue el primer cumpleaños que no tuvo fiesta, que no tuvo al menos tres regalos, con envoltura blanca o plateada —Emma, su madre, siempre había dicho que esos obsequios que Jason hacía a su única hija, parecían más apropiados para una boda, que para una niña—, ni hubo rosas blancas esperando por ella muy temprano ésa mañana. Ni siquiera estuvo su madre presente: Emma había trabajado aquel día turno completo.

Hanna solía cuidar de Mika cada día, luego de clases. Las cosas en su familia parecían mejorar un poco, luego de dos meses de que Jason ya no estuviera con su familia... Al menos eso parecía. La realidad era que Emma se veía cada vez más marchita, que Hanna seguía llorando cada noche hasta quedarse dormida, y que Mika parecía más distraído. Pero eso eran cosas que la familia no notaba, entre ellos. No notaban nada... por eso es que nadie se dio cuenta de que el niño no podía mover de manera adecuada el cuello. Sin embargo, aquella mañana de octubre, lo notó Hanna. Lo hizo cuando, sirviendo la cena para su pequeño hermano, éste la sorprendió con un ramo de margaritas, recién cortadas del jardín de un vecino. Él no se las entregó en la mano: llenó de agua ese florero viejo que Jason, en cada cumpleaños de su niña, llenaba de rosas blancas y acomodaba en su mesilla de noche... pero Mika no podía comprar rosas, así que le llevó tantas margaritas como pudieron cargar sus manitas.

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora