Lo recordaba con seis años, luego de que Anneliese había tenido fiebre, despertándose a media noche para verificar el estado de su pequeña hermana.

¡¿Cómo es que se le ocurrió que él no se interesaría por algo como eso?!

—¿Cuánto es lo que sabes de ella? —se escuchó preguntar. Tal vez no había sido la mejor elección de palabras.

—No sé quién es ella —Angelo sacudió la cabeza— ¡ni tampoco me importa! —le aclaró.

Uriele asintió.

—Entonces —tanteó—, si te digo que Anneliese tiene —apretó los labios, buscando de manera desesperada, en su mente, una enfermedad mortal impresionante al oído— un tumor cerebral, que es hereditario —soltó, uniendo la punta de todos los dedos de su mano derecha, haciendo énfasis en la gravedad— y que mató a su madre, ¿aun así no te interesa hablar de ella?

La expresión de Angelo cambió una vez más. Por un momento, se dejó ver el muchacho, de apenas diecisiete años, que era: temeroso, un poco inseguro...

—Ella está bien, Angelo —Uriele moduló su tono; sintió lástima. Ya iba a tener él suficiente con lo que estaba por decirle, para encima gritarle—. Sólo... déjame hablarte, por favor —le suplicó, notando que la respiración del muchacho se había acelerado y que sus labios se habían puesto pálidos—. Siéntate —le señaló la pequeña sala, junto a un ventanal, justo frente a las camas—. Por favor, hijo.

Angelo fue hasta el único sillón y tomó asiento, en silencio, mirando la alfombra oscura bajos sus pies. Uriele lo alcanzó y sentó en el sofá, al lado derecho de su sobrino; le ofreció una vez más la bebida que había preparado para él. Esta vez Angelo la tomó, pero no le dio un solo trago; tampoco lo miró a la cara. La idea de Annie, enferma —muriendo—, realmente lo había asustado.

—Audrey no murió enferma, Angelo —intentó tranquilizarlo—. Murió en un choque. Estaba esperando a Annie, en ese momento.

El muchacho finalmente lo miró a los ojos, confundido.

—Ya estaba muerta cuando le sacaron a Annie del vientre.

—¿Quién era Audrey? —se centró Angelo.

Y Uriele tenía la respuesta en la punta de lengua. Siempre la había tenido. La respuesta era sólo una, pero, una vez que Angelo —él, precisamente él, uno de los hijos de Hanna— lo preguntó... no supo qué responder. ¿Quién era Audrey? Era simple la respuesta. Cuatro palabras. Pero... en ese momento, le pareció insignificante ésa respuesta. Audrey se había convertido en mucho más que...eso. Audrey ya no era sólo el nombre para designar a una persona que ya no se encontraba entre los vivos, Audrey era... el recuerdo de los lazos que había tenido, las lágrimas que le habían derramado, el dolor que había dejado..., el sufrimiento por el que ella había pasado, Audrey era la evocación del tormento, el punto de la ruptura familiar, el tabú, la herida vieja que aún sangraba con intensidad...

—Tu abuela Rebecca en una ocasión me dijo que... hay cosas que pasan sencillamente porque tienen que pasar. Pasan sin que hagas nada para que sucedan... y también sin que puedas hacer absolutamente nada para evitarlas.

»Y aunque la idea duela, aunque haga sentir como si fueras un espectador en tu propia vida y no partícipe de ella... creo que, algunas veces, podría ser cierto —confesó.

Angelo no respondió.

—La noche en que mi madre mencionó esto —divagó Uriele—, yo era dos años mayor de lo que tú eres ahora —el muchacho continuó en silencio. Uriele paseó sus ojos, color chocolate, por la habitación.

Ambrosía ©Where stories live. Discover now