[2.3] Capítulo 38

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BASIL
(Basil)

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Raffaele Petrelli había vivido años con el temor de que, los que estuviesen a su alrededor -las personas que él amaba- murieran. El miedo -un monstruo oscuro, pegajoso, aterrador, cual enorme y apestoso pulpo de brea- lo envolvía por completo, susurrándole al oído las más crueles aberraciones..., poniéndolo no sólo a temblar de miedo, sino llenándolo de un pánico frustrante porque, al final, no podía hacer nada para evitar la muerte, no podía hacer nada contra ella, y todo era peor porque, en su corazón -o tal vez en el fondo más oscuro de su mente-, él sabía que sus pequeños niños -por quienes más temía- estaban completamente desprotegidos, pues... Dios no cuida de los hijos de un monstruo, ¿no?

Y eso era él.

El enorme pulpo -u oscura babosa gigante-, de largos y pegajosos tentáculos, se lo decía siempre, junto a ese humo oscuro, esa inmensa nube de depresión que lo ataba a su interior, envolviéndolo de afuera hacia dentro, entrando a su cuerpo por la nariz, por la boca, llegando a sus pulmones y alcanzando el alma...

Él era un monstruo.

Él tenía la culpa de todo... No Hanna..., no Audrey..., no Uriele. Giovanni Petrelli tenía razón en llamarlo «monstruo» y repudiarlo -aun así, ¡cuánto había dolido que su padre muriese odiándolo!-. El mismo Raffaele conocía su culpa y sabía que algún día sería castigado, pero... por favor, no con sus bebés. No con sus pequeños hijitos.

A veces, el pulpo iba más allá y tocaba, con sus asquerosos tentáculos, a su madre..., pero recapacitaba rápido, pues el pulpo sabía que Rebecca era del todo inocente, y se iba contra Hanna... aunque luego la soltaba porque... ella también tenía su parte de culpa; entonces llegaba a su hermano gemelo. Le pasaba los tentáculos por el rostro, por las manos, por la espalda y el pecho, lo besaba y... ¡Uriele no se daba cuenta den nada! Él no podía ver al monstruo personal de Raffaele, amenazándolo con llamar a su amiga, la muerte, y quitarle al que siempre había estado ahí para él, pese a todo -Uriele siempre lo había estado-.

Raffaele Petrelli vivía lleno de miedo -de culpas, de dolor-; vivía tan pendiente, tan cuidadoso, de lo que ocurría a su alrededor -de lo que había ocurrido-, que no se había preocupado jamás por pensar en él. En él como individuo que, al igual que todos los demás, tenía la capacidad de morir. De... sólo dejar de existir. Jamás lo había pensado porque estaba esperando su -bien merecido- castigo. Él sabía que no podía morir hasta entonces, pero al parecer su hermano no lo creía así. Lo entendió a finales de junio, justo tres meses luego de encontrarse con sus niños -a los que había causado un inmenso e irreparable daño, sin desearlo, sin proponérselo...- en el restaurante de su padre.

Uriele y Raffaele volvían a Italia, del aeropuerto. Su hermano lo había acompañado a Francia -a ver a Audrey, a Sylvain y a Sebastian. Raffaele jamás podría dejar de buscarlos aquel mes, pues junio no sólo representaba el mes de su muerte, sino también el mes que los vio nacer. A todos ellos. Raffaele siempre los visitaba y no se acercaba demasiado... Les hacía saber que estaba ahí, pero que tenía la suficiente decencia para respetar si ellos no lo querían cerca. Uriele no tenía la menor idea de qué pasaba por la cabeza de su hermano al hacer eso; por su parte, él llevó rosas blancas para Audrey, sintiéndose incómodo con ella, y evitó mirar los nombres de los niños en la lápida...-; de regreso a Italia, los gemelos se habían detenido en un restaurante, donde el mayor de los hombres -por nueve minutos- pidió whisky, y el otro agua mineralizada, cenaron poco y, al final, mientras esperaban el auto que los llevaría a casa -a Hanna-, un hombre, con un revólver, les pidió sus pertenencias.

Mientras Uriele buscaba su billetera, dentro del bolsillo de su pantalón, Raffaele sonrió de lado, cansado, y le dijo: "No voy a darte nada. Lárgate".

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora