5: Sabe la verdad

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Rosana vivía a diez kilómetros del pueblo, tomando un camino asfaltado que desembocaba en su casa, un edificio blanco y amarillo que parecía sacado de un cuento.

Julián aparcó su furgoneta recién comprada y se quedó sentado al volante rezando para que el propósito de su visita no hiciera que Rosana se enfadara.

Llevaba varios días sin verla, desde que se había ido sin despedirse de ella.

Se había encontrado con Harold aquella misma tarde en la ferretería y el viejo cartero se lo había contado todo.

Así que allí estaba, aparcado frente a su casa, preparándose para hablar con ella.

Con una mujer a la que apenas conocía.
Con una mujer que tenía cáncer.

Julián se quedó mirando la farola que
había en la entrada y se preguntó si Dios la habría puesto en su camino por algún motivo, si conocerla formaría parte de un plan divino.

Sí, claro.

¿De verdad creía que Dios se interesaba por él, que merecía la pena?
Era un expresidiario, un cómplice de asesinato que no debería relacionarse con Rosana.
Maldijo y salió del coche aunque sabía que lo que debería hacer sería volver al trabajo y olvidarse de ella, mantener las distancias.

No podía hacerlo. Tenía que hablar con ella.

Avanzó por el camino flanqueado de árboles y se ajustó el sombrero para
ocultar los ojos y sus emociones.
La puerta tenía cuatro cristalitos, pero eran ahumados y no se veía el interior, así que Julián no sabía lo que lo aguardaba.

¿Qué le iba a decir? ¿Cómo iba a sacar la conversación que le interesaba?

Llamó a la puerta con los nudillos y Rosana abrió al instante. Fue tan rápido que, al verla, Julián se tuvo que decir a sí mismo que no debía olvidarse de respirar.

El pelo, rubio como un trigal, le ondeaba al viento y sus preciosos ojos verdes lo miraban sorprendidos.

Julián pensó que podría haber sido Gabriela, la mujer a la que amaba.

—¿Julián?

Al verla parpadear, Julian se dijo que no era Gabriela, no era su esposa.
Tampoco se parecían tanto.

«¿Y la enfermedad?», se preguntó.
La enfermedad era lo que lo había llevado allí, lo que lo tenía perplejo y preocupado.

—¿Julián? —repitió ella.

—Harold me ha dicho dónde vives —confesó.

—Acabo de llegar de trabajar hace un rato y no esperaba compañía… aunque supongo que eso también te lo habrá dicho.

Julián frunció el ceño.

—¿Por qué no me dijiste que tenías cáncer?

Rosana se quedó sin aliento, palideció y se agarró al pomo de la puerta.

—¿Cuándo querías que te lo dijera?

—¿Qué tal la noche que nos conocimos?

—No era el momento.

—¿Por qué no?

—Hubiera sido raro.

«¿Y ahora no lo está siendo?», pensó Julián.

Rosana soltó el pomo y se puso a juguetear nerviosa con la camiseta que llevaba.

—No pasa nada —dijo.

¿Cómo que no? Julián sintió ganas de zarandearla, abrazarla y no soltarla
jamás.

Su mujer había muerto de cáncer de pulmón. Gabriela también era joven y guapa, pero el cáncer no hace distinciones. A veces, personas que se supone que no corrían ningún riesgo terminaban enterradas en una bonita colina de hierba con una preciosa lápida de mármol encima.

Como la que tenía Gabriela en aquel lugar donde Julian no podía ir.

—Quiero saberlo todo, Rosana. Quiero saber cómo estás.

—¿No te lo ha contado Harold?

—Los detalles, no.

—¿Y qué te ha contado?

—Me ha dicho que tienes cáncer de piel y que te van a operar.

—Pues ya te ha dicho suficiente —contestó Rosana mirándolo con dignidad.

—Eso es lo que tú crees.

—No tengo obligación de contarte nada.

Julián se acercó a ella.

—Hace cinco días estabas dispuesta a entregarme tu virginidad y no fue porque estuvieras harta de esperar sino porque, al estar enferma, no te importó ligar con un hombre en un bar y acostarte con él, ¿verdad? —le dijo muy serio

—¿Y qué excusa tienes tú? —le espetó Rosana.

«Una esposa muerta y un hijo perdido», estuvo a punto de contestar Julian.

—Los hombres no necesitamos excusas, los hombres… —se interrumpió al darse cuenta de que le estaba hablando con demasiada crudeza.

—¿Los hombres qué?

—Nada —dijo Julián dando un paso atrás y odiándose a sí mismo por haberla puesto en aquella situación.

Al verla suspirar, le entraron ganas de contárselo todo para que entendiera por qué su cáncer lo volvía loco.

—Lo siento, Rosana.

—¿De verdad?

—Sí, lo que pasa es que me tienes preocupado.

Rosana se mordió el labio, un tic nervioso que Julián ya le había visto hacer en otras ocasiones. ¿Estaría considerando su sinceridad?

—Está bien. Te contaré todo lo que quieras saber —accedió por fin.

Julián esperó en silencio a que fuera ella quien diera el primer paso y Rosana lo hizo indicándole que tomara asiento en el porche.

¿Qué esperaba, que lo invitara a entrar en su casa después de cómo se había comportado con ella, que lo dejara pasar a aquella casita de chocolate donde él jamás sería digno de entrar?

Rosana se sentó al lado de Julián a la sombra y, al hacerlo, sus hombros se
rozaron haciendo que el corazón se le acelerara. Jamás olvidaría los apasionados besos de aquella noche.

Julián quería que le contara todo sobre su enfermedad.

Lo miró.

Estaba cerca. Demasiado cerca. No debería haber elegido aquel lugar para mantener aquella conversación, pero ya era demasiado tarde.





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Se que no muchas la leen pero si llega a los 10⭐ subo otro.cap

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