[2.2] Capítulo 23

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CENERI
(Cenizas)

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Angelo Petrelli cogió con suavidad la mano de su hermana, bajo las sábanas, y la presionó ligeramente. Él estaba arrodillado al lado de la cama, sobre la alfombra, y sintió pena al tener que despertarla, pero la realidad era que ella había comido muy poco, durante el día.

Si fuera por él, si dependiese de él, la dejaría dormir tanto como hiciese falta, para que, al abrir los ojos, ella tuviese sólo paz, pero sabía que eso no era posible. Ella tenía que pasar su duelo y, esta vez, por más que así lo quisiera él, no podía padecerlo en su lugar.

Angelo tenía pena por el hijo que no había conocido —y rabia por la manera en que se lo habían arrancado—, pero no era nada comparado con lo que sentía por Annie. Era ella quien estaba sufriendo... Quien lo había visto morir y lo había sepultado y... y Abraham ya estaba muerto; él no había padecido dolor. Annie, sí.

A Angelo le dolía Annie...

Le acarició una mejilla y luego los labios. Ella arrugó los párpados y él se sintió culpable.

—No has comido —le hizo saber el motivo por el cual la despertó, trayéndola de regreso a ésa horrible pesadilla que era su realidad.

—No quiero —gimió ella, bajito, sintiendo la cabeza pesada.

—Sé que no —él le besó la frente—, pero come un poco. Ven —la ayudó a incorporarse lo suficiente para ponerle una almohada detrás de la espalda.

Annie suspiró mientras se pasaba las manos por el rostro —su habitación seguía oscura—, preparándose para aceptar lo que él la hiciera ingerir.

Y no supo lo que era. Su hermano le daba cucharadas de una suavísima espuma blanca y dulce, que bien podría pasar por un postre si no tuviese ese ligero, casi inexistente, sabor metálico, que Annie atribuyó a algún suplemento cargado de hierro.

Luego de hacerla beber té, él la dejó recostarse y se tiró a su lado, lo cual Anneliese agradeció ya que, aunque no tenía problemas para dormir, dormir junto a él era mejor...

Y siguió durmiendo.

** ** **

Al igual que una herida de gravedad cierra poco a poco, con el tiempo, Annie comenzó a pasar más tiempo en vela — le había llevado varios meses dejar de despertar a media noche, gritando de dolor y furia—. Casi siempre por la madrugada, cuando no había ninguna clase de ruido, y se quedaba ahí, sobre su cama, mirando la luz azulada que se filtraba por los pequeños espacios entre sus cortinas oscuras y el muro... Fue así como se dio cuenta de que Angelo no se movía.

El sueño del muchacho siempre había sido ligero, pero desde... Abraham, él parecía no dormir jamás —siempre estaba ahí, a su lado, cuando ella despertaba, fuera la hora que fuese— y ella no lo había notado. ¿Cómo podría haberlo hecho, cuando ni siquiera tenía cuidado en ella misma?

Pero se dio cuenta la madrugada en que se acurrucó bajo su brazo y él no pareció sentirla; no la abrazó en sueños, no la besó..., tan sólo se quedó ahí, pesado.

Por un momento, Anneliese sintió miedo. ¿Por qué él no se movía? Tuvo tanto miedo que, cuando se incorporó para comprobar si él estaba respirando, temblaba. Deseó llamarlo, pero no se atrevió —¿qué hacía si él no respondía?—, acercó el oído a su nariz y no sólo lo escuchó respirar, sino que el aire expulsado agitó suavemente sus cabellos dorados.

Mientras se separaba de él, una lágrima cayó al cuello del muchacho, justo en su clavícula, y Annie se quedó mirándola: ahí, justo en la yugular, podía ver sus latidos...

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora