4. Reencuentros (18:86)

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Uno de los trabajadores las llevó a la cocina

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Uno de los trabajadores las llevó a la cocina. Los niños se encontraban almorzando y Luciana intentaba aplacar la riña entre los demonios que debía cuidar, unos gemelos con cara de ángel y un deseo latente de destrucción. Dio una mirada furtiva a los alrededores en busca de cualquier rastro del mayor, rogaba al cielo —su último recurso— para que todo fuera un malentendido de su tía. No quería ver a Renzo porque tarde o temprano la broma del incidente saldría a luz. Su abuela siempre lo recordaba cuando miraba a Luciana y viceversa.

Ellos dos nunca tuvieron una buena relación, él la veía como una chiquilla y dudaba que con el paso del tiempo esa percepción hubiese cambiado. Además, a Renzo le avergonzaba la situación. Madai fue una niña muy atrevida, nada que ver con la chica que era ahora.

Luciana suspiró cansada y permitió que los gemelos comieran con las manos, se limpió la boca y se acercó para saludar. La mujer, ya entrada en años, conservaba un aura que la distinguía, abrió los brazos y rodeó a Maddi como si se tratara de una vieja amiga. Ella le correspondió el abrazo sin tanto entusiasmo.

—Desde que Loida falleció no te dejabas ver—comentó cerca de su oído. —. Pero... ¿Qué te dan de comer, niña? —expresó cantarina—. Livia, ¡está enorme! —dijo anonada. Luciana la sujetó de ambas manos—. Creo que estás hasta más alta que mi nieto. Eres el retrato de tu padre, hasta su altura heredaste.

Madai apretó los dientes, forzando una sonrisa y contuvo las ganas de apartar sus manos. A Luciana le cambió el semblante, por un segundo creyó que podía leer su mente y apartó la vista sin pensarlo. Sin embargo, escuchó como llamaba a quien menos deseaba encontrarse.

— ¡Renzo, ven, cariño! —La oyó gritar. El susodicho contestó con un gemido y Maddi gritó por auxilio con la mirada, su tía se encogió de hombros y cogió un poco de sandía de uno de los platos de la mesa—. ¿Adivina quién ha venido de visita?

Quiso meter la cabeza en la tierra, pero el piso de mármol era un gran impedimento a la hora de llevar a cabo la idea. Intentó girarse y fingir que hablaba con su tía, cuando Luciana afianzó el agarre alrededor de su brazo.

¿Por qué la naturaleza era tan injusta, en específico con ella? Se interrogó al verlo. El chico era un pelín más alto, escasos cinco centímetros a lo mucho, ya no tenía la cara regordeta, ni rastros del acné que vio nacer en sus mejillas: no, Renzo se miraba bien. Bastante, para su gusto. El cabello castaño se ondulaba de manera rebelde sobre su coronilla, agregando mayor altura, su piel clara acentuó las espesas cejas, los ojos oscuros y las tupidas pestañas. Heredo una nariz recta, los labios delgados y rosados; y su barba incipiente le impactaron. No quiso descender más con la mirada, frenó las ganas de suspirar y cerró la boca para evitar babear. Él notó cuán nerviosa estaba, le guiñó el ojo.

—Lucy, ¿no me digas que es la nieta de Loida? —expresó con toque de ironía. Madai apartó el rostro y se entretuvo con la punta de su zapatilla, le resultaba demasiado interesante en ese instante. Lo escuchó reír cuando su abuela confirmó la información—. Tengo años de no verte—clamó contento. Sonrió con bribonada y se acercó para abrazarla, ella retrocedió casi por instinto—. ¿No vas a saludarme? —preguntó ocultando una risita.

Alterna y continua ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora