14. Pecados y Remordimientos (1)

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Capítulo 7. Pecados y Remordimientos.

FallenTöunn era un pueblo de mayor importancia y riqueza que el devastado FensalTöunn, del que lo separaban unas tres jornadas a caballo hacia el suroeste. En él habitaban doce clanes bajo el mandato del Holdungr Fraodi, pertenecientes a la misma tribu que los de FensalTöunn, la de los Skaelor y rendían, al igual que aquellos, pleitesía al Jarlsungr Ulav Yggr, el Gran Jefe que gobernaba sobre el territorio occidental y parte de la zona central de Fjalley. Aunque las angostas calas cercanas a la localidad no eran las que acogían el puerto del Süddwesth, situado aún más al sur y ya en los dominios del Jarlsungr Sjuld, las aguas permitían que los barcos navegaran sin adentrarse en demasía y pudieran pescar y mariscar ostras. En el lado opuesto, hacia el interior de la isla, FallenTöunn lindaba con un amplio terreno de hierbas bajas, adecuadas para la alimentación de las ovejas, cuya lana era utilizada para fabricar ropas de buena calidad. Estos productos se vendían en unas ferias de cierto renombre en la zona, gracias a las cuales la alcaldía tenía las cuentas saneadas. Por estas razones, sus habitantes estaban más acostumbrados a recibir visitantes que a desplazarse a otros lugares.

El rescate de la sacerdotisa había sido fruto de los hados. Trece días atrás, una partida de cazadores se había internado en los bosques cercanos, animados por una inesperada avalancha de caza menor que había invadido el área, en apariencia huyendo de los depredadores. Entre los árboles descubrieron el cadáver de un caballo que mostraba una horrible herida en el flanco izquierdo, en el que la carne parecía cera derretida. Aunque abandonado, el caballo iba ensillado y cubierto por una mantilla que uno de los cazadores reconoció como perteneciente al clan de los Nord, del que su esposa, hija segunda del jefe Frederick Nord, procedía. Sorprendido, buscó entonces en la silla; en la caja encontró un pergamino sellado dirigido a su mujer, el cual guardó.

Tras regresar al pueblo, el hombre entregó el pergamino a su esposa. Estaba firmado por el propio Frederick y en él anunciaba que la familia se trasladaba a vivir a FallenTöunn. Conjeturaron que el caballo debía de haber pertenecido a un mensajero, pero no se había hallado rastro de él y los Nord nunca habían arribado. La mujer temió por la seguridad de los suyos y su marido, notable y buen amigo del alcalde, solicitó permiso para encabezar una patrulla de exploradores y marchar hacia FensalTöunn para comprobarlo.

Ni en sus peores sueños podrían haber imaginado lo que iban a encontrar al llegar.

Después de seguir el rastro de muerte y desolación que teñía el pueblo de punta a punta, llegaron a la gigantesca tumba en que se había convertido el santuario y, cuando ya habían perdido la esperanza de encontrar a alguien con vida, hallaron a Kyrin. La mayor parte de los cadáveres estaba en unas condiciones que hacían imposible su identificación. Preocupados ante las alimañas que pudiera atraer su corrupción y deseando dar un mínimo de dignidad postrera al grotesco cuadro, prendieron fuego al santuario y a las casas en ruinas, mientras les dedicaban unas oraciones de despedida. No supieron determinar si los Nord se contaban entre las víctimas y ahora solo podían esperar a que la sacerdotisa consiguiera recuperarse y narrara lo sucedido.

 A pesar de su aspecto lamentable, de la palpable falta de agua y alimento y de una fea brecha en la frente, no parecía tener otras heridas externas de gravedad. Los exploradores más creyentes pensaron que su supervivencia se debía a un milagro, pensamiento que se acrecentó cuando a su regreso descubrieron que la mujer era aquella famosa y joven sibila, la profetisa más valorada por el Culto, cuyas razones para  vivir en un lugar tan humilde en puesto de estar en el Consejo de alguno de los tres Jarlsungr escapaban a la comprensión de todos.

Kyrin fue encomendada a los cuidados del sacerdote del pueblo, el venerable Sigfrid. Este era un hombre jovial, de edad avanzada. Tenía una sonrisa bondadosa y solía bromear acerca de su fatiga y respiración pesada. Era querido y respetado; además, se había labrado una fama de sanador que él mismo, demostrando humildad, había desmentido en multitud de ocasiones. Era cierto que poseía grandes conocimientos de medicina que lo hacían incluso más valioso que el alquimista para la comunidad, pero nunca había admitido la gracia divina en esos conocimientos. «Rezo con fervor y fe por la salud de mis pacientes, pero no poseo el sagrado don de la sanación. No soy un elegido de los Aelenir, solo un servidor compasivo», decía. Aun así, incluso las familias más ancladas en las creencias anteriores y reacias a admitir los dones, sentían por sus habilidades un respeto casi supersticioso. Todos confiaban en que curaría a la sacerdotisa, y así fue. Cuando Kyrin recuperó la consciencia, el alcalde convocó asamblea.

Diversas teorías se habían aventurado para explicar la masacre.

 Las más creíbles hablaban del ataque de una manada de lobos especialmente salvajes o de algún oso que hubiera abandonado su escondite en las cercanas montañas, aunque había cosas que no encajaban, tales como la fuerza demostrada frente a los muros de las edificaciones; quizás una partida de criminales hubiera aprovechado la situación caótica para hacer aún más daño.

 Lo que preocupaba sobremanera al Holdungr y a sus notables era la posibilidad de que hubieran retornado los temibles clanes que se creían extintos tras las batallas que mantuvieron contra los Jarlsungr años atrás, compuestos por brujos y guerreros ferales que cubrían sus pechos desnudos con pieles y cabezas de animales, se envenenaban con las pócimas del furor y, poseídos por este, asesinaban y destruían sin razón ni misericordia, llegando a actos tan repulsivos e imperdonables como el canibalismo. Estos clanes heréticos habían renegado del Culto a los verdaderos dioses y profesaban devoción hacia deidades inventadas y oscuras, procedentes de las falsas religiones de otros pueblos que habían conocido en el continente. Eran peligrosos, capaces de cualquier aberración y, si aún existían, el Jarlsungr Ulav debía ser informado de inmediato. Sin embargo, alguno recordaba la maldición que había caído sobre el territorio de SkallwesthFort y todos esperaban que la situación no llegara a ese extremo. 

Lo que ni un solo hombre en la asamblea esperaba escuchar fue lo que la sacerdotisa, pálida y temblorosa, declaró.

—Se elevó una luna asesina y llamó a ese monstruo, el Úlfhéðinn, «El que Devora hasta que su Tiempo se Cumple». ¡Max nos advirtió y no lo creímos! ¡Los dioses me avisaron, pero sus consejos no nos salvaron! ¡Veintiocho días luchamos contra el destino y el destino nos escupió a la cara! 

Los notables se miraron unos a otros con asombro e incredulidad.

—¿Y el clan de los Nord? ¿Estaban entre los fallecidos?

—El jefe Frederick Nord y los suyos no confiaban en las gracias otorgadas por los Aelenir. ¡Se vanagloriaban de luchar contra lo que llamaban oscurantismo! No obstante, escaparon tal y como había predicho y perecieron en la espesura, nunca regresaron.

—Venerable Kyrin, ¿nos confirma que están muertos? ¿Puede explicar mejor lo de la fiera? ¿Era un lobo, un oso, una manada? ¿Guerreros disfrazados con pieles de bestias, quizás? Un solo animal no es capaz de cometer las atrocidades que hemos presenciado.

Los ojos de Kyrin relucieron febriles.

—¿Un animal? ¿Es que no entendéis? ¡El Úlfhéðinn es una bestia infernal, un insulto a todo lo sagrado!¡Nada lo detiene, no acusa una herida, no conoce la piedad! ¿Cómo osáis llamarlo un animal? ¡Rezad porque su luna no vuelva a alzarse, porque si no estaremos condenados! 

Rompió a llorar entre temblores y espasmos y tuvieron que sacarla de la sala. Los notables, excepto el marido de la hija de Frederick Nord, la observaron con compasión. Lo que sea que hubiera sucedido en aquel lugar, había destruido su cordura y ya no era una profetisa tocada por el don divino, sino una pobre mujer enajenada.

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Kyrin se miró al espejo, cuyo marco de orfebrería intrincada destacaba frente a la sobriedad del resto del mobiliario. Supuso que había sido un regalo al sacerdote en agradecimiento por alguna curación y suspiró; el venerable Sigfrid era una persona bondadosa y paciente y sin su apoyo ahora estaría desahuciada, pero su religiosidad se clavaba en la herida de fe que la apresaba.

Se fijó en su reflejo. No importaba que mostrara el negro cabello que ya no trenzaba con el cuidado de antes y que se veía salpicado de canas que no recordaba tener; no importaba que le devolviera la mirada entre gris y azulada, triste, extraviada, surcada por sombras, o que le mostrara la tez blanca y ovalada, los rasgos finos, los labios de curva bonita pero tensa, los dientes sanos que ahora le dolían porque de noche los hacía castañear sin darse cuenta. Por mucho que el espejo descendiera por el esbelto cuello y fuera testigo de que todo pertenecía a un cuerpo femenino, el reflejo mentía: ella era Max. Se había convertido en Max, el loco mendigo, el harapiento que asustaba a los niños con sus cuentos, el visionario al que mantenían libre y vivo porque era inofensivo y no estaba marcado a pesar de su locura.  Kyrin rio con amargura; tantos años de preparación sacerdotal, toda una vida dedicada al Culto en cuerpo y alma, para terminar como un despojo de la comunidad. Si se había transformado en Max, quizás la única senda que le quedaba por recorrer era la que conducía hacia la horca.

El Tiempo de la Luna (Borrador. Fragmento)Where stories live. Discover now