6. Aidan (3)

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Erik Sigg abandonó la taberna después de beber su quinta pinta. El alcohol lo reconfortó y consiguió alejar momentáneamente el mal humor que lo cubría como uno de los nubarrones que el viento del oeste había traído con el ocaso. Caía una fina lluvia y la humedad hacía que el dolor de su pierna izquierda, de huesos recolocados con torpeza y cubierta de cicatrices desde la Guerra Civil, traspasara la barrera entre lo sordo y lo insoportable. Sus minúsculos ojos, ridículos alfileres en un rostro ancho y burdo cubierto de una espesa barba, se achicaron hasta casi desaparecer al sentir una de las punzadas. De joven se había reído de los elementos; ahora estos se  burlaban de su cuerpo con taras.

Sin embargo, la causa de su mal humor no era la lluvia, ni siquiera el dolor. La causa era la asamblea de notables que el alcalde Aedrik había convocado aquella tarde. Los jefes y cabezas de familia de los nueve clanes que convivían en FensalTöunn habían sido llamados para discutir nuevas importantes. Semanas atrás la sacerdotisa que oficiaba los cultos en el pueblo había fallecido y el Holdungr había mandado un cortejo para devolver su cuerpo al Gran Templo, donde sería enterrado en las criptas consagradas. La comitiva tenía asimismo la misión de custodiar y proteger al nuevo clérigo que habría de sustituirla. El Sumo Sacerdote, no obstante, había decidido preceder esa llegada con la de un mensajero, portador de una misiva escrita con caligrafía pretenciosa en un trozo de pergamino doblado y sellado. Entre los hombres del pueblo, pocos eran capaces de leer o escribir, pero entre los notables sí había hombres suficientes para aseverar que el contenido de la misiva era aquel y no un embuste pergeñado por el alcalde, hombre de fe sólida y defensor a ultranza del actual Culto dogmático que había sustituido a una religión menos estructurada en el continente no hacía tanto tiempo. Así, después de pasear el pergamino entre aquellos, el Holdungr Aedrik leyó su contenido en voz alta, para que todos pudieran conocer el mensaje.

 «Hermanos de las Tribus Unidas y hermanos en el Culto a los Dioses Aelenir, los únicos y verdaderos dioses, lamentamos el deceso de la venerable Dishilda así como nos congratulamos de su descanso en la Eterna Morada.

Agradecemos que la honrarais enviándonos su cuerpo para que sus huesos puedan reposar en el lugar que les corresponde. Hemos considerado vuestra petición de un sustituto que ocupe el hueco terrenal que ella ha dejado y, tras arduas deliberaciones, hemos tomado una decisión . La elegida es una sacerdotisa  joven, ciertamente, más niña que mujer en estos momentos y aún ha de terminar su formación, consideración que hemos tenido en cuenta. Por ello irá con ella una hermana mayor que regresará con nosotros cuando haya terminado de educarla.

No toméis este hecho como un desprecio a vuestro pueblo, sino como una ventura: os enviamos a una verdadera elegida de las deidades, una sibila, tocada con la gracia de la profecía. Ella misma presintió la muerte de la venerable Dishilda, así como vuestro ruego y los Aelenir le revelaron que su destino se entrelazaba con el de vuestro pueblo, en contra de nuestra humilde voluntad como mortales, pues pretendíamos prepararla para que fuera consejera de uno de los tres Jarlsungr. En el tiempo que lleva con nosotros hemos presenciado maravillas gracias al don que le ha sido concedido y su devoción es incuestionable. Por ello, alegraos, porque os otorgamos una de nuestras más preciadas posesiones. Su nombre es Kyrin, hija del Gran Templo. Que los dioses os sean propicios y la tierra sea benévola. 

Firma este escrito el Sumo Sacerdote Eskolaff Sjuld, cabeza del Culto en Fjalley, miembro de la tribu Sjuldor».

Los murmullos, que habían crecido en intensidad desde la mitad de la misiva, se tornaron acalorada discusión. Había clanes que consideraban una tentación innecesaria la juventud de la elegida; otros se mostraron entusiasmados ante la perspectiva de contar con una profetisa entre ellos y, finalmente, los Ulrich y los Sigg, religiosos a la antigua y escépticos ante la posibilidad de un humano tocado por la gracia divina, se sintieron ofendidos por lo que consideraban promover el oscurantismo. Tras un largo rato en el que las distintas opiniones fueron expresadas, se llegó a un ambiguo consenso, ya que la oposición a los deseos del Sumo Sacerdote no sería bien recibida y podría provocar fracturas innecesarias. Seis clanes se posicionaron a favor, dos se opusieron y el último, el clan Nord, del que Frederick Nord aún no ostentaba el liderazgo, se abstuvo, navegando en aguas intermedias como un navío al pairo.

Debido a este resultado, Erik Sigg, que no sólo era escéptico sino que bordeaba el desprecio hacia el Culto y  sus representantes, acumuló una rabia creciente que intentó ahogar en cerveza, sin llegar a conseguirlo. Rabioso, empapado y dolorido, su único deseo era llegar a casa, comer algo, seguir bebiendo hasta hartarse y dormir sin sueños que lo recibieran.

Supo que no encontraría la deseada tranquilidad cuando vio al segundo hijo de su hermano y a otro joven de entre los no primogénitos de los Sigg esperando en el pequeño terreno que precedía a la entrada de su hogar, moviéndose nerviosos bajo la llovizna.

—¡Tío Erik! —dijo el muchacho con palpable ansiedad—. Esperábamos su llegada.

—¿Qué infiernos hacéis aquí?

Los chicos se miraron.

—Es por Aidan...

El Tiempo de la Luna (Borrador. Fragmento)Where stories live. Discover now