4. Aidan (I)

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Capítulo 4. Aidan. 

Aidan Sigg tenía nueve años cuando su don se manifestó por vez primera, y el descubrimiento obtuvo como recompensa la paliza más brutal que su padre le había propinado hasta ese momento.

  Aidan era un chiquillo pelirrojo, inteligente y curioso, de vivaces ojos azul turquesa y sonrisa sincera. Como a todos los muchachos de FensalTöunn le encantaba explorar y burlar las prohibiciones de los adultos sobre la distancia hasta la que estaba permitido alejarse más allá del límite de la empalizada. Aquella tarde habían atravesado los pastos y se habían adentrado en el Pedregal, en la linde del Bosque Menor. Era una zona muy visitada por los jovencitos, ya que por ella discurría un riachuelo en el que podían cazar ranas y libélulas e incluso bañarse en los días más cálidos. La arboleda no era amenazadora como en el Mayor y solían competir para comprobar quién era el más veloz al trepar a las ramas altas. Con un poco de suerte, incluso lograban atrapar alguna ardilla despistada y luego acudían a las casas con el trofeo. En esas ocasiones los padres se convertían en enemigos, pues tenían que convencer a sus vástagos de que no era una mascota deseada en los hogares o en los establos, sino un alimento insípido, y no pocas veces el día de diversión se tornaba noche de rabietas y castigos. A pesar de estos inconvenientes, los muchachos no desistían de sus aventuras como proyectos de cazadores y regresaban al Menor con ánimos renovados. Cuando descubrieron otro de sus encantos, el propiciar un escenario inmejorable para jugar al escondite, el bosque se convirtió en el campo de batalla en el que se separaban triunfadores de perdedores.

  El espíritu competitivo de Aidan, aunque sano, era fuerte y desde hacía unas semanas el liderato que había mantenido gracias a su habilidad para trepar y para encontrar recónditos recovecos en el Pedregal se había visto amenazado por un Ulrich y un Friggart y no estaba dispuesto a perder de nuevo. Por esa razón, cuando solo quedaron los tres sin descalificar en la ronda decisiva y los hados decidieron que el pequeño Friggart tuviera que contar, Aidan corrió a ocultarse con toda la celeridad que le permitieron los pies en una dirección muy distinta a la del Ulrich. Días atrás había observado desde la cima de un árbol un lugar perfecto, pues pasaba desapercibido a pie de tierra, ya que estaba justo detrás de un cúmulo de rocas que parecía impenetrable. Sin embargo, desde las alturas comprobó que la zona posterior no era traicionera y que por un sendero se adentraba en el bosque hasta un pequeño claro. Y en ese claro se vislumbraban unas ruinas en las que aún sobresalían un par de paredes.

  El único problema es que se encontraban más allá de los límites que los mayores les permitían atravesar, pero ese problema se convertía también en su mayor ventaja. El Friggart no lo buscaría allí; se centraría en rastrear al Ulrich por la zona acostumbrada y, cuando lo atrapara, terminaría por abandonar al no encontrarlo. Entonces él sería el vencedor. Valía la pena correr ese riesgo para ver sus caras de derrota.

  El montículo de rocas estaba medio oculto por unos arbustos de espinos y Aidan se ladeó unos metros, fingiendo cambiar de rumbo por si alguna mirada curiosa de los eliminados se atrevía a seguirlo a la distancia. Cuando observó que los arbustos lo tapaban lo suficiente, se tiró al suelo y reptó por la zona, soportando algún pinchazo en la espalda, pero nada que superara los simples rasguños. Ya a cubierto, se incorporó en la zona libre de plantas, subió por los pedruscos hasta el hueco que daba a la senda semioculta y desde allí volvió a correr por los metros de claro hasta alcanzar las ruinosas paredes. Encontró un lugar que formaba un ángulo perfecto entre unos escalones aún en pie y el alfeizar de lo que fue una ventana y allí se acurrucó, dominando su respiración agitada y sofocando unas risillas de triunfo. Desde su posición, no podía comprobar la actividad en el claro si no se levantaba para otear, pero no pensaba hacerlo y así convertirse en un blanco fácil; por lo tanto se entretuvo en observar lo que le rodeaba. La construcción debió ser sencilla en la época en la que estaba intacta, aunque  la extensión del terreno superaba el de los hogares más humildes. Tal vez una casa para albergar varias familias de un clan o un granero o una gran habitación como espacio común para reunirse o...

 El sol se asomó despistadamente entre la espesura de nubes y lo deslumbró por un segundo, lo que le hizo perder el hilo de sus pensamientos. Era una luz molesta, que no alegraba ni calentaba; de hecho, una ráfaga de aire frío lo recorrió, como si las sombras absorbieran el helor del paso de la tarde y lo derramaran sobre su cuerpo. Se frotó brazos y piernas enérgicamente para atemperarse, con cierta inquietud. Algo no encajaba. De pronto se percató de que el silencio era absoluto, como si el bosque entero, los pájaros y animalillos, los crujidos y las voces distantes hubieran sido engullidos por él. Se revolvió en el rincón, un poco asustado, lamentando por unos instantes no haber escuchado los consejos de los mayores. Súbitamente el silencio se quebró, sustituido por el golpe de una puerta al cerrarse.

Entonces el mundo enloqueció.

El Tiempo de la Luna (Borrador. Fragmento)Where stories live. Discover now