13. Los Tañidos (2)

222 13 14
                                    

Primer tañido.

La madrugada se cierne sobre el puerto del Süddwesth, orgulloso como su hermano en el Esseth, únicos puertos merecedores de tal nombre en la isla de Fjalley. Apenas sopla una ligera brisa. El mar, que refleja el color del cielo hasta lograr confundirse con él, está en calma. El mar no refleja la agitación que se vive en el embarcadero.

Los soldados que velan por la seguridad de la zona acaban de impedir que un grupo de personas desertara. Hay pocos hombres adultos y sanos entre los fugitivos; sin embargo, no se han rendido sin presentar batalla, aunque la victoria les ha vuelto el rostro. Hay heridos en los dos bandos; solamente hay muertos entre los desertores.

El capitán del navío mercante que los esperaba también ha sido detenido, acusado de haber aceptado oro para ayudarlos a delinquir.

El capitán de los soldados ordena a uno de sus hombres que busque al mensajero, pues el Gran Jefe Baldred, Jarlsungr en el Süddeth, ha de ser avisado.

Segundo tañido.

El Sumo Sacerdote ha recibido en sus propios aposentos a los miembros del Culto que partieron a obtener respuestas. Tras comunicar las nuevas que portan, abandonan la estancia.

Una vez a solas, el venerable Eskolaff se sienta frente a su mesa de trabajo. Cruza los dedos por debajo de la barbilla y observa un trozo de pergamino que ha perdido su virginidad a manos de una runa. Esta runa es el signo de la protección.

El Sumo Sacerdote llora en silencio.

Tras recomponer el gesto se levanta y sale de la habitación.

En los sótanos del Gran Templo hay una zona destinada a las mazmorras. Aunque en rara ocasión estas albergan prisioneros, en la celda a la que el venerable Eskolaff se dirige se encuentra un hombre ciego de aspecto ajado y ralos cabellos grises.

Tercer tañido.

Es de noche.

La plaza mayor de la Borgtöunn arde en una danza de humo y llamaradas. La luz proviene de las piras que se han levantado para quemar a los acusados de brujería y de entregarse al furor.

Desde el sitial de honor, el Gran Jefe Ulav, Jarlsungr en el Westh, sonríe complacido, hipnotizado por el crepitar de las llamas y por los lamentos de los condenados.

Los movimientos se hacen más delicados, como si el mar intuido la meciera. De nuevo el bendito líquido refresca su garganta. Poco después le dan un caldo templado que le hace bien. Imágenes de terribles sueños, en los que el dedo acusador de los cadáveres exige compensación por su destino, se entremezclan con la lucha del cuerpo por sobrevivir. En medio sigue visualizando escenas de lugares que no conoce, de personas que no se hallan a su alrededor.

Cuarto tañido.

El joven pelirrojo se acerca con cuidado a la orilla del río, intentando adivinar algo entre la niebla que lo rodea. Tropieza. Al caer clava las rodillas en tierra y posa ambas manos sobre un objeto que no puede ver. La niebla se hace más espesa y el agua del río burbujea como si estuviera hirviendo.

El rostro del hombre se tensa y su cuerpo se vuelve rígido.

Al cabo de un tiempo, la niebla se rasga a causa de una presencia envuelta en jirones de absoluta negrura.

Se escucha un grito que parece interminable.

El joven se desmaya.

Quinto tañido.

La dama de belleza arrebatadora se abre paso entre la multitud que se arrodilla ante ella, aclamándola como a su salvadora.

Está en una habitación. Lo sabe porque el movimiento ha cesado y el lugar en el que ahora descansa es blando, una verdadera cama que sustituye a la carreta. Manos más gentiles, aunque encallecidas por la edad, cuidan ahora de ella. Escucha una voz que reza por su recuperación. Otras voces, menos piadosas, hablan sobre la masacre y esperan que pueda ser capaz de explicarles lo sucedido. Ojalá pudiera advertirlos, pero cada vez que su pensamiento intenta centrarse, la culpa y el terror la consumen y escucha aullidos que la vuelven minúscula, insignificante. La vuelven carnaza. Así que se aferra con desesperación a las visiones que amenazan con convertirse en su única realidad.

Sexto tañido.

El guerrero empuña la espada y vigila la entrada de la cueva. Paladea el sabor del triunfo, allí donde tantos otros han perecido.

 Entre los árboles, oculta, una figura embozada lo vigila y prepara su cerbatana.

Séptimo tañido.

El joven está atado firmemente a un poste de madera. Los finos cabellos cobrizos, más cortos de lo que es habitual en los hombres de las tribus, se enredan alrededor del rostro. Observa a sus captores con desafío; el miedo no ha empañado la mirada verde azulada.

 El torso, visible bajo la camisa destrozada, muestra diversas cicatrices.

La mayor parte de ellas son antiguas.

El sacrificio ha de ser limpio.

Octavo tañido.

 En el habitáculo hay dos jóvenes mujeres de la tribu Amaeria. Llevan ropas de guerrero, algo impensable para las doncellas virtuosas del resto de las tribus.

Las ropas están rotas. Vendas de tela empapadas en sangre cubren las heridas.

Una de ellas está de pie. La otra yace en un lecho.

La que está acostada agoniza.

La que está erguida se queda inmóvil. Por un momento, parece perdida en sus pensamientos.

De repente se inclina sobre su compañera.

En sus manos brilla una luz blanca.

Los escalofríos que la recorrían se están marchando; también las fiebres que la hacían sentir en una hoguera. El desconocido o desconocida que la cuida cambia un paño de su frente y le acerca unas hierbas de olor amargo. Limpia su sudor con el tacto de manos humanas, vivas, enteras; no los miembros amputados que la rodean intentando atraparla en ocasiones. No garras coriáceas que no son uñas, sino puñales, las de ese ser que nunca debió ser engendrado. El coraje empieza a regresar a ella, la voluntad de escapar de la fantasmagoría que las vibraciones traicioneras han urdido a su alrededor. Mas aún queda un último impulso, un

noveno tañido.

Van vestidos con ropas sacerdotales, pero del color inadecuado. Alejados del Culto, tan oscuros y tenebrosos como las deidades a las que están encomendados, se ocultan en las criptas de un castillo en ruinas.

El ritual que acaban de terminar es un blôt prohibido, un sacrificio humano.

Se sumergen en el trance comunal y, cuando emergen de él, repiten en letanía un nombre cuyo sonido reverbera y se eleva en círculos concéntricos.

—¿Venerable Kyrin? ¿Puede escucharme?

La sibila asiente. Ha sobrevivido.

El Tiempo de la Luna (Borrador. Fragmento)Where stories live. Discover now