8. La Diosa y la Sacerdotisa (1)

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Capítulo 5. La Diosa y la Sacerdotisa.

Dos niñas jugaban risueñas cerca de la ribera del río Manso, dando saltitos e intentando imitar el vuelo de las mariposas. La primavera llegaba a su fin y las lluvias se habían marchado, dando paso a una naturaleza generosa en su esplendor. Ese año el verano sería más cálido y condescendiente de lo acostumbrado y muchos ratos de amistad compartida les esperarían a lo largo de él. 

Las dos eran bonitas, pero solamente en una se adivinaba la beldad exuberante en la que se convertiría. Con su suave cabello veteado de oro y plata, ojos de la tonalidad del cielo en calma, piel sin mácula, facciones perfectas y un cuerpo que ya predecía la letal mezcla de inocencia y sensualidad, Birgitta Sjuld, hija del Gran Jefe Baldred, había nacido para ser adorada. Su compañera, una muchacha de iris danzantes entre el verde y el gris, movimientos resueltos y cabellera de espesos rizos de un castaño rojizo, estaba convencida de ello y no se cansaba de aseverarlo.

—Algún día todos en esta isla pronunciarán tu nombre con temor respetuoso y te dedicarán canciones y plegarias —afirmaba mientras retiraba un rebelde tirabuzón de su frente. 

Birgitta sonreía dulcemente y se dejaba adular. No le importaba la brecha social que existía entre ellas, porque Grynn la hacía reír; hablaba como si predicara el Culto y eso le resultaba muy divertido, pues le recordaba a su estirado tío Eskolaff. Además, inventaba cuentos en los que Birgitta era la protagonista, siempre encontraba flores aun entre las malas hierbas y no le importaba arañarse con los espinos para traerle las bayas más dulces. A veces, por su pensamiento relampagueaba la certeza de que su padre se enfadaría al regresar, pero desdeñaba la ráfaga con rapidez y no le daba importancia. Al fin y al cabo, si madre, aya y protectores cumplieran sus deberes adecuadamente, ella no los desobedecería.

Pensar en sus progenitores provocaba unos sentimientos en Birgitta que aún no sabía expresar con propiedad: tristeza, rabia, cariño, asco, todo a un tiempo. Quizás el sentir que destacaba era la decepción. Había sentido devoción por ellos, cuando era más pequeña y el orgullo filial la embargaba. No en vano, su padre era uno de los tres únicos jefes en la isla con el rango de Jarlsungr. «Jarl-sun-gr», paladeaba con admiración; aquella palabra era poderosa, pues hacía que tribus enteras le juraran obediencia, se arrodillaran a sus pies y murieran y mataran por él. Hacía que vivieran en un castillo y que su familia gobernara sobre un tercio del territorio habitable de Fjalley. «Jarl-sun-gr». Su padre era importante y Birgitta estaba convencida de que un día habría un nuevo Rey y este se llamaría Baldred Sjuld y lo amaba por ello. 

Sin embargo, este apego palidecía si lo comparaba con el que había experimentado hacia su madre, Danhila, la mujer más dulce y hermosa del mundo. Poseía una belleza y gracilidad radiantes, dignas de una diosa. Birgitta la contemplaba como si estuviera rodeada por un halo divino; tocaba su cabello y su rostro sonriente con fervor, mientras que Danhila le hacía trenzas y le decía en voz queda y cantarina: «Ya verás, un día serás más guapa que yo, mi pequeño tesoro». Birgitta se alimentaba de esas afirmaciones, embriagada de una felicidad que dolía.

Pero un mal día, todo cambió. Birgitta tenía un hermano mayor, Bjojunr, con el que mantenía una relación cordial, pero por el que nunca llegó a sentir un afecto completo, puesto que había nacido fruto del primer matrimonio de Baldred, antes de enviudar y volver a casarse. Su hermano era demasiado silencioso y distante para su gusto y no era hijo de una mujer extraordinaria, como sí era ella. Baldred debió de pensar algo parecido, pues, a pesar de tener ya un heredero, deseaba tener otro varón con su actual esposa. Así, la madre de Birgitta empezó a marearse por las mañanas y a sentir náuseas y, poco después, se anunció con gran regocijo que en unos meses la familia aumentaría. 

Al principio Birgitta no comprendió qué sucedía, mas cuando le explicaron que tendría un hermanito se alegró. Lo imaginaba como una criatura deliciosa con la que jugar y aguardaba su llegada con regocijo, pero el bebé nunca llegó. Danhila, tras unos meses en los que su fortaleza y atractivo se vieron mermados, sintió un terrible dolor y empezó a sangrar y después se dijo que había perdido el hijo que esperaba. Desde ese momento no volvió a ser la misma y Birgitta odió la idea de que tuviera que pasar por ello de nuevo. «Los bebés los pone el hombre en la mujer», había escuchado en una ocasión cuando espiaba una conversación entre esclavas. Así que comenzó a observar con terror los acercamientos entre sus padres. Empezó a tener malos sueños en los que escuchaba quejidos, llantos y gruñidos. Sin embargo, aunque intentaba no separarse de las faldas de Danhila, al final regresaron las angustias matutinas y la mujer más hermosa del mundo enfermó de nuevo. Y el bebé nunca llegó; esta segunda pérdida se llevó con ella salud, beldad y resplandor y dejó a una vieja con canas prematuras, carnes fláccidas y ojos apagados, hundidos en las cuencas.

El odio nació en Birgitta, y la tristeza y el miedo y la decepción. Desde ese momento despreció a su madre por haberse dejado hacer aquello y a su padre por haberlo hecho. 

La primavera que había convertido a Grynn en su confidente, Danhila yacía en reposo intentando con terquedad criar de nuevo vida en su vientre, el Gran Jefe había partido con sus guerreros y su primogénito a algún otro lugar y los guardianes y el aya que habían dejado para proteger a Birgitta habían caído bajo el poder de persuasión y encanto de la niña, que hacía con ellos lo que quería.

—Los señores se marchan a guerrear y las damas virtuosas los esperan, guardando llaves y hogar —cantaban las chiquillas de la ciudad.

—Pero, ¿a dónde se han marchado? —preguntaba Birgitta.

—A alcanzar honores —gorjeaban con voces blancas. 

En ese punto, Birgitta siempre abandonaba a sus primas y a las otras nobles doncellas, presa del mal humor. Pensaba que eran tontas y aburridas como insectos y, además, empezaban a hablar demasiado sobre los chicos lindos y valientes y le preguntaban mil veces por el bebé que vendría. Le daban arcadas al recordar el olor a corrupción que se escapaba de los aposentos de la enferma y sentía la imperiosa necesidad de burlar a sus custodios y pasear por el prado, más allá de la ciudad fortificada, lejos de las demás.

En una de esas escapadas se encontró con Grynn, que segaba con pulso firme unas hierbas para guardarlas en un saquillo. En Birgitta se despertó la curiosidad por aquella muchacha de clase baja que se movía con confianza de explorador y cuyo pelo parecía luchar contra cualquier atadura. 

—¿Por qué recoges esas hierbas? No son flores y no se pueden comer.

La chica, un año mayor que Birgitta, la miró con respeto. 

—Mi señora, obedezco órdenes de mis mayores. Ellos saben hacer medicinas con estas plantas que otros desechan.

A Birgitta le sorprendió la forma de hablar de la niña. 

—Te expresas muy bien para pertenecer a una familia sin importancia.

—Mis padres insisten en que ser humilde no es excusa para no ser respetable o expresarse de forma inadecuada —comentó sin dejar su tarea.

La hija de Baldred Sjuld la miró divertida. 

—¿Sabes quién es mi tío Eskolaff, verdad?

—El venerable Sumo Sacerdote, cabeza del Culto en Fjalley, por todos es conocido.

—Pues me recuerdas a él cuando dices esas cosas —rio abiertamente—. Oye, ¿tú sabes por qué se han marchado los soldados?

—En casa se dice que ha sido el propio Sumo Sacerdote el que ha solicitado la ayuda de los Jarlsungr, pues distintos clanes en el Nördesseth han olvidado el Culto y se han entregado a la hechicería de los dioses malignos, a los que ofrecen sacrificios humanos. Con sus artes oscuras han transformado a hombres indignos en bestias de combate.

—¡Es horrible!

—No hay razones para sentir temor. Las tinieblas no prosperarán —añadió la chica con tranquilidad.

Y siguió narrando la supuesta ruta que tomarían, maravillándola con sus historias. 

Esa tarde, Birgitta Sjuld, descendiente del clan más poderoso de Fjalley, tomó la decisión de que la hija de unos ciudadanos sin derechos y de orígenes inciertos se convirtiera en su mejor amiga.

El Tiempo de la Luna (Borrador. Fragmento)Where stories live. Discover now