[2] Capítulo 16

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ADDIO
(Adiós)

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Continuaba oscuro cuando al fin terminaron con ellos.

Abraham descansaba entre los brazos de su madre; la hermana Adelina había ayudado a Anneliese a tomar una ducha y, cuando ella estuvo seca, finalmente había podido alimentarlo —lo cual había sido una bendición, pues los senos, luego de algunas horas, los tenía hinchados, con visibles venas azuladas, y tan duros, que dolían—. Y eso no había dolido nada. Claudy le había dicho que lastimaba la succión, pero la verdad es que no ella no sentía ningún malestar; al principio, había tenido un poco de temor cuando el bebé cogió el pezón entre sus labios, pero realmente no había dolido nada. Por el contrario..., la había hecho suspirar al sentir la presión liberarse.

Y él había comido como... si jamás lo hubiese hecho en toda su vida.

Ella se había reído incontables veces al verlo succionar la leche de manera firme, como si él tuviese ya experiencia haciéndolo, como si hubiese algún contrato resuelto, entre ambos. Y lo había besado tantas veces, como había buscado cada detalle en él: hasta entonces, había decidido que tenía cabellos oscuros, y que su piel blanca, poco a poco, tomaba el tono de la piel de Angelo y no el de la de ella. Y ya cuando él se quedaba dormido, negándose a soltarla, también observó con detalle sus pequeñas manos: tenía unas uñas diminutas, delgadísimas, pero le pareció curioso que estuviesen ligeramente largas. Acarició sus mejillas redondas —se veía precioso comiendo— y se alegró de que Angelo, en exactamente seis días —cinco, en unas horas, tan sólo cinco días más— tuviese ya dieciocho años, pues podría verlo y sentir lo mismo que ella.

Era fascinante tenerlo. No podría cansarse de él.

Se preguntó qué sería lo primero que diría su hermano, al verlo y... sonrió al reparar en que Angelo Petrelli, ese muchacho tan inteligente, tan atractivo, tan impresionante... ya era padre.

... y ella era madre.

El cansancio, tras todo el trauma sufrido, la obligó a quedarse dormida poco a poco, sin darse cuenta...; aunque sonreía, con su bebé entre los brazos.

Ya no se sentía vacía por dentro. Ahora lo identificaba como un malestar, pero no lo relacionaba con el vacío... porque se sentía llena. Todo lo que podía desear en ese momento, lo tenía ahí, dormidito entre los brazos.

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La madre superiora contemplaba a Sarah desde la puerta en la enfermería, apoyándose con su bastón en la mano derecha y contra el marco de la puerta con su hombro izquierdo. Se sentía cansada —era de madrugada y llevaba años sin salir de su cama a ésas horas—, pero el deseo de ver a la hija de Audrey fue más fuerte.

Le alegraba que ella estuviese bien..., ¡pero sentía tanta pena también! Se preguntaba si Audrey, tras verla tirada en una camilla, a los diecisiete años, con un bebé entre los brazos, les reprocharía el haberla dejado en manos de Raffaele —... ése hombre maldito—, o entendería que, contra él... nunca habrían tenido oportunidad.

La hermana Adelina, quien se dirigía a la enfermería cargando una jarra de agua, se detuvo al ver a su superiora, quien le regaló una sonrisa llena de arrugas.

—¿Fue niño? —le preguntó.

La hermana Adelina asintió.

—Niño.

La madre superiora suspiró le acarició un hombro a aquella que había cuidado como una hija, apoyándola y animándola a la vez, a hablar. Y ella lo hizo:

—Por un momento... deseé que se pareciera a Sylvain —su voz se quebró.

La anciana entendió que no había sido así que, por el contrario..., quizá él tenía ojos grieses.

—Pero al menos la tenemos a ella —le recordó—. Recorriendo los pasillos..., horneando panqué en la cocina.

La hermana Adelina se rió, entre lágrimas.

—Ve a descansar ya —le recomendó la Madre Superiora—. Mañana podrás verla; duerme ya.

** ** **

Raffaele Petrelli abrió la puerta al tercer golpeteo.

Habían sido llamados impacientes, pero largamente pausados, revelando el esfuerzo que hacía la persona por estar... ahí.

Y realmente Matteo se había esforzado en acudir al llamado de su padre, incluso había pensado en no ir, pero... si Annie había tenido a su bebé, lo menos que podía hacer era visitarla. Iba a sentir vergüenza —con ella— pararse en ese convento, pero tenía que hacerlo en lugar de su padre... a quien no reconoció al ver.

Raffaele había adelgazado más de veinte kilos. Sus músculos se habían ido y... parecía haber envejecido al menos cinco años.

—Perdona, estaba dormido —confesó a su hijo, haciéndose a un lado para dejarlo entrar al departamento.

En silencio, Matteo asintió y entró, cargando su pequeña valija de cuero marrón.

No pudo evitar notar el tiradero que tenía su padre; su casa no estaba sucia, no había sobras de comida regada, pero sí le hacía falta una buena aspirada a la alfombra y... el muchacho frunció el ceño al reparar en la antigüedad de los muebles en ese sitio. Calculó que esa sala pequeña y baja, los libreros, la mesa, todo debía ser de los años setentas, pero no era una decoración vintage, sino muebles viejos olvidados.

—¿Rentas aquí? —se escuchó preguntar.

El hombre sacudió la cabeza, frunciendo también el ceño.

—Vivía aquí, mientras estudiaba la universidad.

—Ah —Matt asintió, confuso—. ¿Crees que podamos ver a Annie en este momento?

—No —se lamentó Raffaele—. Ya es tarde.

Tenía planeado ver a Anneliese, y al bebé de ella, a lo lejos... Así como había hecho algunas veces, durante esos meses, pero quería que Matt hablara con ella. Quería que alguien le preguntara cómo estaba..., y que la abrazaran.

** ** **

Anneliese despertó horas más tarde, pero el sol aún no salía; se encontró con que, la monja que hacía de enfermera, había apagado las luces para que no molestaran al bebé y que ella pudiera descansar, y aunque al principio se lo agradeció, le pareció un inconveniente para poder cambiar sus pañales, pues sintió que él se había mojado.

Se sorprendió al incorporarse y no sentir dolor, por lo que, ligeramente adormilada, se apoyó con el codo y lo descubrió, preparándose para llamar a alguna monja, pedir pañales y... que la enseñaran a ponerlos.

Le quitó las sábanas a su bebé, buscando hasta dónde había llegado la humedad y, gracias a la suave luz que le llegaba desde el corredor, fue que se dio cuenta de que había una coloración rojiza en las sábanas blancas.

Al principio creyó que estaba sangrando —bueno, había sufrido un desgarro—, y apretó los dientes al pensar la sangre había manchado a su bebé —ay, ¿podría él enfermarse por eso?—... pero entonces se dio cuenta de que ella estaba seca.

Las sábanas entre sus piernas estaban limpias.

Ésa sangre no era de ella.

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Ambrosía ©Where stories live. Discover now