No dolía demasiado... ¡pero tenía muchísimo miedo! Quería con ella a Angelo, pero sabía bien que eso no se podría. No en ese momento.

—Por favor —siguió ella. Se encontraba en la enfermería.

La monja, sin velo en la cabeza, mostrando sus cabellos cortos, rubísimos, se quedó con los labios separados por un par de segundos, sacudiendo suavemente la cabeza, como si intentara decidir qué hacer o qué decir.

—Voy a llamar a tu padre —le prometió.

—A mi mamá —le suplicó Annie, quitándole un mechón adherido a los labios a causa de sus lágrimas. ¿Para qué quería a su padre ahí? Además... seguramente ni iría—. Llama a mi mami. Por favor.

Con aquellas últimas palabras, la mirada de la hermana Berta buscó la cara de la hermana Adelina, pero ésta sólo agachó la cabeza.

El médico cruzó las puertas de la enfermería en ese momento y le preguntó cómo se encontraba.

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Luego de ocho horas, las contracciones, el dolor de ellas, era tan intenso que Annie creyó, en un par de ocasiones, que se desvanecería.

Su madre no llegaba aún... Annie no sabía si la habían llamado o no.

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Cuando el médico le indicó a Anneliese la posición en que debía recostarse, para que él pudiera recibir al bebé, la muchacha entró en pánico y, sacando fuerzas de algún sitio, se levantó de la cama de un salto. ¡No, no quería que naciera... no en ese momento! Se cubrió la boca con ambas manos, apoyó su espalda contra la pared... y entonces, luego de una punzada que sintió directa en los riñones, un montón de líquido claro le bajó por los muslos, alcanzó rápidamente sus rodillas y terminó en el suelo blanco y desinfectado de la enfermería.

... Annie gritó al comprender.

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Anneliese estaba tiritando cuando todo acabó —eran las 23:21—; sudaba por cada poro y la hermana Adelina le limpiaba el rostro con una toalla empapada de agua helada.

Dolía, pero no tanto como antes. El dolor que sentía, en ese momento, no era nada comparado con todo lo que había soportado. Y se sentía vacía, estaba débil, incapaz de levantar los brazos, y se sentía vacía, como si le hubiesen arrancado la mitad de las entrañas.

Soltó un último suspiró y haló aire sin darse cuenta..., y entonces lo escuchó.

No había sido llanto en sí, sino un sonidito...

Levantó la cabeza sin darse cuenta —sin planearlo, sin ser consiente: de haberlo pensado tal vez no lo habría logrado: realmente se sentía muy débil—, y entonces lo vio: pequeñísimo, envuelto en una sábana blanca entre los brazos de la hermana Berta, quien le aspiraba algo de la nariz con un instrumento plastificado, de color azul; luego, ella lo dejó sobre una báscula digitalizada y, como si se tratara de un reproché, el bebé empuñó las manos, las alzó y soltó un grito que se convirtió inmediatamente en llanto.

Anneliese sonrió sin saber por qué y, del mismo modo, las lágrimas —que hacía un rato había dejado— volvieron. No sabía por qué reía o lloraba, pero no podía dejar de hacerlo.

—Recuéstate —le pidió la hermana Adelina—. El doctor tiene que suturarte —le indicó.

—¿Puedes dármelo? —le preguntó a la hermana Berta, ignorando a la otra monja. Se mordió un labio al sentir el primer pinchazo de la aguja.

—Por supuesto —sonrió la hermana Berta—. Pero me lo tienes que regresar para terminar de revisarlo —lo midió, lo envolvió de manera adecuada y, al recostarlo sobre el pecho de su madre, le informó—: Pesa 2 kilos 850 gramos, y mide 48 cm.

Annie ya no escuchó. Miraba su carita: tenía la piel blanca, sonrojada, y estaba algo hinchado.

—Hola —le dijo Annie, acariciándole una mejilla.

El bebé hizo un movimiento con su boca, haciendo nuevamente ese ruidito, el primero de su existencia, y luego se calló, como si entendiera que, entre los brazos de su madre, estaría bien..., que ahí estaba seguro.

La hermana Adelina se rió, pero Annie no lo notó.

—¿Ya tiene nombre? —preguntó el médico, sonriendo.

—Abraham —le informó Annie—. Cierto, ¿Abraham? —le besó la frente y el bebé abrió los ojos—. Oh, Dios —gimió la muchacha.

¡Eran los ojos más bonitos que ella había visto! Eran grises, aún más claros que los de Angelo, pero tenían motitas azules y borde del mismo color.

—Voy a tomarles una foto —la despertó de su enamoramiento la hermana Adelina.

—Tómasela a él —suplicó Annie—. Quiero una de él, ahora que tiene los ojos abiertos —se rió—. ¡Mi hermano va a volverse loco, con sus ojos!

—Son muy hermosos —aceptó la monja, forzando la sonrisa.

... Anneliese no se dio cuenta de la tristeza que había en el rostro de esa mujer, ni de las lágrimas que estaba conteniendo ella.

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Y se llegó el día... No spoilers.
¡Las quiero! Gracias por leerme.

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