[2] Capítulo 12

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Él aún vestía las ropas del día anterior, cuando salió, aunque había perdido el saco y no llevaba corbata, y el crecimiento de su barba sugería que no había tenido acceso a un rastrillo al menos en veinticuatro horas. Por un momento, Irene deseó que él dijese que había estado acompañando a Rebecca, en el hospital; si él se lo decía, ella lo aceptaría... aunque hubiese hablado con su suegra parte de la noche y supiera con exactitud que ninguno de sus hijos había estado ahí.

Cansado, débil, Uriele la miró apenas por un segundo —ella vestía una bata de algodón y, aunque no estaba maquillada, sabía que no había tocado la cama. Sabía que lo había esperado contando cada segundo y, ya que no había recibido llamadas, supuso que su teléfono se había apagado—; suspirando, sin ganas de nada, puso el primer pie sobre los peldaños de la escalera que conducía a la recámara principal.

—Uriele —lo llamó una vez más la mujer, endureciendo la voz.

Él se detuvo, pero no la miró.

—¿Dónde estabas?

—Con... una mujer —se escuchó decir.

Al no obtener nada más a cambio, continuó su camino y pudo subir la primera mitad de las escaleras, antes de que ella hablase de nuevo:

—¿Una mujer? —lo retó ella—. ¿Cualquier mujer... o ella?

Uriele se volvió ligeramente.

—¿Y tú qué sabes?

—Sé que siempre la admiras como un estúpido.

Tras esperar por un segundo, sin absolutamente nada qué decir, Uriele subió un peldaño más.

—Quiero que te vayas —siguió Irene, mirando su espalda ancha—. Hoy. Ahora.

Uriele se detuvo y se volvió a una velocidad moderada; estaba visiblemente tenso.

—¿Recuerdas los prematrimoniales que se empeñó tu padre en que firmáramos? —se escuchó decir; no lo planeó. Tal vez le había llevado demasiado tiempo decidir volver como para ponerse a pensar ahora a dónde más iba—. Bueno, pues creo que todo lo que tenemos —dijo, haciendo énfasis en el «tenemos»—, realmente —hizo un movimiento sutil con sus manos, mostrando sus palmas hacia abajo, a la altura de sus muslos—... es mío; excepto esas pretenciosas estatuillas de esfinges que has puesto por toda la maldita casa.

»¿Quieres alejarte? Eres libre de marcharte cuando gustes: mis hijos ya no están en esta casa y no le veo razón para seguir juntos —confesó, sin ser consciente de cuán cruel podía ser (la única mujer que verdaderamente había amado... acababa de dejarlo); la miraba a los ojos, esperando una respuesta y, al no obtener nada, se dio media vuelta y continuó.

—Qué decepción serías para tu padre, de conocer tu verdadera cara —alzó la voz ella; su marido no se detuvo—. ¿Alguien, además de ti y de mí, sabe lo que ocurrió en realidad con Audrey?

Eso sí detuvo los pies del hombre justo donde estaba. Su reacción satisfizo a Irene:

—Oh, sí, Uriele. Me lo contó...

** ** **

Cuando Raimondo Fiori, ya por el atardecer, llegó al hogar de los Kyteler, la familia paterna de su novia, le pareció... que era una casa encantada.

No era precisamente grande, pero sí impresionante: tenía un clásico estilo irlandés cottage y, detrás del formidable cancel, había un gran jardín en su totalidad verde, pero toda la fachada frontal estaba ornamentada con espesas líneas de flores en color azul violáceo, que él jamás había visto; el lado izquierdo, trepando por los muros de roca grisácea, estaba repleto de una planta verde y espesa que llegaba hasta los techos negros, redondeados.

Ambrosía ©Tempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang