Y ella asintió, a pesar de que odiaba cepillarse el cabello húmedo, pues se le arrancaba un montón; quería ganarse a la monja.

—¿No sientes pena de tener el cabello tan corto? —le preguntó Annie, volviéndose mientras le tendía el cepillo de madera que le había dejado la hermana Berta.

—No —ella sacudió la cabeza—. Además, no podemos tenerlo largo. Supongo que ya me acostumbré.

—¿Por qué decidiste volverte monja? —se interesó verdaderamente Annie: ¿por qué alguien querría desperdiciar su vida de ésa manera—. ¿Nunca quisiste tener un esposo o hijos? Una familia...

Adelina, haciendo un sonidito con la nariz, indicando que pensaba en la respuesta, comenzó a cepillarla y Annie se sorprendió de que no estuviese dándole tirones en sus cabellos rizados.

—Éste siempre ha sido mi hogar. Todas las hermanas aquí, y cada estudiante, son mi familia.

Annie frunció el ceño, sin poder entenderlo: ¿cómo un montón de desconocidas podrían volverse tu familia?

—¿Qué hay de la de verdad? —se escuchó preguntar, pensando en Jessica, en los gemelos, incluso en Matteo y en Ettore, con quienes estaba tan molesta: ésas personas, con las que había crecido, eran su familia y jamás podría serlo nadie más.

—Pues... en realidad son ellas: aquí me crié.

—¿Creciste aquí?

—No, no aquí: en el orfanato de al lado.

—¿Or... fanato? —Annie sintió una punzada en las manos, y algo frío recorriendo sus extremidades, hasta su vientre.

—Sí —siguió la hermana Adelina—: mis padres murieron cuando yo tenía unos pocos meses y las monjas me recibieron. Crecí con ellas y, cuando tuve la edad para salir al mundo... volví.

Annie había escuchado poco de lo que ella había dicho luego de... orfanato.

—Y... ese orfanato —se volvió hacia ella, alejándose un poco—. ¿Dónde está? —su voz mostraba temor—. ¿Qué clase de niños tienen ahí?

La hermana Adelina entrecerró sus ojos, intentado comprender qué había sucedido, hasta que notó que la muchacha se cruzaba un brazo en el vientre, en un acto inconsciente de protección, a su hijo.

—Oh —torció un gesto, horrorizada—. Ya sé lo que dicen por ahí: yo también he leído esos horribles libros, y puede que sean ciertos, pero aquí nadie maltrata a nadie ni da bebés en adopción. No sin el consentimiento escrito de sus madres.

—Pues yo no lo voy a hacer —escupió Anneliese, rápido, en caso de que ella estuviese intentando lavarle el cerebro y convencerla de que era lo mejor—: lo quiero. Y ten por seguro que su padre también. Él tiene un padre —le advirtió: ella no estaba sola— y va a buscarnos a ambos.

La monja sonrió con suavidad; para Anneliese fue confusa esa sonrisa tan tierna, y mucho más lo fue la caricia que le regaló: alargó la mano y, con suavidad, le frotó una mejilla.

—Esta tarde vendrá el médico para revisarte y darte unos complementos —le hizo saber—. ¿Quieres ver a tu bebé? En la enfermería tenemos ese-aparato, para hacer el ultrasonido.

Annie seguía mirándola con desconfianza.

—No regalaré a mi bebé —insistió, tan asustada y temerosa que no encontró ninguna otra relación en todo lo que dijo la hermana Adelina.

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—Soy adoptada —respondió Annie, tras encogerse de hombros, cuando el médico le preguntó el historial médico de su familia.

Ambrosía ©Where stories live. Discover now