«Uno, dos, tres, cuatro» comenzó a contar en su mente tal y como le había enseñado su hermano: inhalar despacio y aguantar el aire cuatro segundos, exhalar lentamente y no respirar de nuevo por otros cuatro. Llegó hasta el lugar donde antes habían estado su padre y esas dos monjas y encontró una ventana diminuta, que daba justo al patio abierto por el que habían ingresado en el auto.

Temió que la única salida fuesen las puertas por las que había entrado su padre, por lo que esperó un poco más y abrió la puerta lentamente, encontrándose justo frente a ella otra puerta y, a ambos lados, más corredor. Pensó que era un maldito laberinto aquel lugar mientras cruzaba la puerta y caminaba por su izquierda... y entonces se encontró con un grupo de cuatro monjas.

Sin poder evitarlo, Anneliese soltó un grito de horror y corrió en dirección contraria. Las monjas se miraron entre ellas, confundidas, mientras Annie llegaba a un portón de madera, el cual, gratamente, contaba con un enorme y antiquísimo pestillo. Annie intentó abrirlo, pero éste no se movió ni un centímetro.

-Es decorativo -le hizo saber una monja-. Antes funcionaba. Hace mucho tiempo, pero ya no.

-Aléjese de mí -le ordenó Anneliese, caminando con la espalda contra el muro, vigilándola.

La monja sonrió; la imagen que regalaba Anneliese era la de una pequeña niña perdida: ella vestía un pijama rosado, de conejos blancos, y unas zapatillas suaves, blancas, mientras que sus risos largos y dorados le caían por los hombros y hasta su cintura, enmarcando un rostro pequeño y afilado, de enormes ojos color azul.

-¿Eres de nuevo ingreso? -le preguntó la monja con amabilidad.

Annie corrió por la puerta en la que supuso estaba su padre, pero sólo se encontró con una habitación con un montón de mesas, sillas y sillones cómodos, así que intentó volver por la puerta doble... pero ésta no se abrió más.

-Abra la puerta -le suplicó a la monja, alejándose de ella-. Déjeme salir.

-¿Estás perdida? -preguntó una de las monjas a las que gritó en la cara.

Sin sentir nada más que desesperación, Annie pasó de ellas y corrió por el lugar en que las encontró, llegando hasta otro pasillo, menos amplio y más moderno, donde se cruzó con dos chicas; ambas vestían un uniforme oscuro, de falda por debajo de las rodillas y un blusón blanco hasta las muñecas. Pese a la situación, Anneliese no pudo dejar de notar que eso era una versión mucho más santurrona del uniforme que llevaba en el Instituto Católico Montecorvino.

-¿Por dónde salgo? -preguntó a las chicas.

Una de ellas se rió -una de cabellos negrísimos y cortos-, y la otra -de cabellos castaños y ojos de color azul oscuro- le preguntó:

-¿Ya cruzaste las puertas dobles?

-Sí -en su desesperación, Anneliese ni siquiera prestó atención a la risa de la otra.

-Entonces ya no puedes -le hizo saber la de ojos azules-. De este lado no hay más que ventanas del tamaño de mi puño -se lo mostró.

-Por favor -le suplicó Annie, incrédula-. Tengo que salir de aquí, estoy embarazada.

-¿En serio? -sonrió la chica de ojos azules.

-Ah, ya no eres la única -le dijo la morena a su amiga.

-También yo. ¿Cuánto tienes? Yo tengo diecisiete semanas -se presionó la horrible falda contra la piel y un vientre ligeramente abultado se hizo evidente-. Lo bueno de esta falda quita nalgas, es que también te esconde la panza -soltó.

Su amiga le rió el chiste y Anneliese sacudió la cabeza, ¡¿de qué mierda se reía ella?! Las dejó y siguió trotando -en dirección a lo que ella suponía la calle- hasta llegar a un salón con más chicas vestidas todas iguales, acomodadas sobre sillones, mirando la T, V., y entonces se dio cuenta de que había llegado a una especie de salón de descaso. Giró sobre sus talones y, cuando intentó volver, se encontró con esa primera monja que la recibió, la hermana Adelina... la que abofeteó a Raffaele.

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora