Al principio, Anneliese no entendió bien lo que él había dicho. Le iban a... ¿qué?

—No —la muchacha sacudió la cabeza—. Tú no puedes hacer eso.

—¿No? —la retó—. ¿Quieres probar?

—Basta, Raffaele —le ordenó Hanna—. No le digas eso —se acercó a su hija por un lado de la camilla, y la abrazó ligeramente.

—Cierra la boca —le gruñó, con los dientes apretados y señalándola—. Cierra tu maldita boca. ¡Todo esto es tu culpa!

—Él no puede hacer eso —Annie miró a su madre, comenzando a alterarse.

—No, mi amor —susurró Hanna.

—¿No? —Raffaele arqueó las cejas, burlesco..., colérico.

Y Anneliese lo interpretó: iba a hacerlo. Raffaele Petrelli la haría abortar sólo para probarles, a ambas, que se hacía lo que él decía. Apretó una mano a su madre y, cuando la silla de ruedas llegó, ella tomó asiento sobre ésta, sintiendo que... estaba esclavizándose. Que había aceptado ser una esclava —cosa que era peor que la muerte— a cambio de la vida de su hijo... Del hijo de Angelo, quien no estaba ahí para protegerlo..., ni a ella.

Y también lo hizo porque tenía miedo. De él.

... No sabía ella que estaba cometiendo el peor error de su vida.

.

Cuando llegaron a su casa, Raffaele subió las escaleras detrás de ella; lo hizo tal vez para protegerla de una nueva caída... o para asegurarse de que ella llegase hasta su recámara y, apenas abrir la puerta de ésta, Kyra salió corriendo, llevándose junto a ella un billete.

Nuevamente, Anneliese sintió que iba a desmayarse: el mismo día en que Raimondo la visitó, ella cogió el dinero que Angelo tenía guardado para... marcharse juntos, y lo metió dentro de una mochila con un par de mudas de ropa.

Annie jadeó mientras su madre la asía por ambos brazos, desde atrás, y su padre abría el resto de la puerta, encontrándose la mochila rosa, abierta a la fuerza —tal vez Kyra buscaba comida—, los billetes por toda la alfombra, junto a un par de pasaportes; uno alemán y otro italiano.

Raffaele levantó primero el alemán, el que estaba mordisqueado, y pudo ver la fotografía del menor de sus hijos, pero los datos ahí escritos no los reconocía: ¿Abraham Weiβ? Abrió el segundo pasaporte y... ése ni siquiera tenía fotografía —¿qué clase de pasaporte no tenía fotografía?—, pero sus datos eran los de una mujer mayor de dieciocho años, de origen italiano. La incredulidad que reflejó el rostro de Raffaele fue grande.

¿Quiénes eran esos chicos y cómo es que no los conocía?

—¿Qué pensabas hacer con todo esto? —preguntó a su hija.

Annie no fue capaz ni de moverse.

Y entonces algo vibró bajo la almohada en la cama y, aunque a Raffaele le llevó un par de segundos reconocer el sonido y el origen, finalmente encontró el celular de Raimondo.

Se rió. ¡¿Quién mierda eran ellos?! ¿Dónde estaban sus niños?

—No tengo tiempo para esto —se escuchó decir—. No tengo tiempo ahora para esto.

Y se hoyó como... lo que era.

—No puedo pasarme el día entero cuidándote —le dijo—. ¡Ahora no! —se dio media vuelta y fue hacia su recámara, con zancadas largas.

—¿Mami? —gimió la muchacha, apenas.

—Tranquila —le suplicó Hanna, abrazándola—. Todo va a estar bien —le prometió.

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora