Noche de feria

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Clara mira el reloj. Faltan unas tres horas para ver a Andrés. Está tan ansiosa por verlo que no quiere esperar tanto. Por eso coge la bici: le apetece presentarse en su casa y darle una sorpresa. No tiene miedo de que los padres descubran su relación, ya que para ellos sigue siendo ante todo la amiga de Sole. Una vez en la casa, deja la bici en la valla y toca el timbre. Ernesto le abre la puerta casi de inmediato. —Buenas tardes, ¿está Sole? —No, Sole no está. —El padre la reconoce y se queda parado en la puerta.

—Ah... —La chica no se esperaba esta respuesta y los dos permanecen en silencio unos instantes. Ernesto, que es más listo que el hambre, le pregunta: —¿Quieres pasar? —Vale... Gracias. —Si buscas a tu novio, está en el jardín —le dice con amabilidad. La muchacha está tan roja que no puede contestar. —¡Hola, Clara! —la saluda Andrés mientras se levanta de la hamaca. —Hola... —¿Estás bien? ¿Ha pasado algo? —No, no, nada. Sólo que... ¿Tus padres saben lo nuestro? Andrés se le acerca sonriente. —Sí, lo saben... —¿Se lo has dicho tú? —pegunta ella con los ojos brillantes.

El chico la mira y le dice simple y llanamente: —Sí. Entonces ella se lanza a sus brazos y lo llena de besos. Andrés también la abraza con fuerza. ¡Y pensar que ayer se enfadó con Sole porque se había chivado a sus padres...! ¡Hoy le tendría que dar las gracias! Los dos se tumban en la hamaca y caen en un sueño liviano, mecidos por la brisa. Andrés se despierta primero y se queda observándola durante un buen rato, como si estuviera escaneando cada trocito de su piel, guardando en la memoria cada peca, el color de sus labios, la suavidad de sus mejillas. Cuando Clara abre los ojos, se sobresalta un poco al ver que él la mira fijamente. —¿Qué estabas haciendo? —le pregunta ella con dulzura. —Estaba haciéndote una fotopoesía...

—¿Y dónde está la poesía? —La poesía eres tú. La chica sonríe y se hace la remolona. Al cabo de un momento aparece Inés con la merienda: dos sándwiches mixtos y dos zumos de naranja. Andrés alucina con su madre: no era así de delicada con la anterior novia. —Gracias por la merienda, mamá. —De nada, hijo. —Inés se vuelve hacia la chica sin disimulos—. Clara, cuéntame, ¿a qué curso vas? —Me falta un año para acabar el insti. —Ah! ¿Y ya sabes qué harás después? —Pues aún me lo estoy pensando, quizá filología. Hablo inglés bastante bien. —Ah... Muy bien... Eso significa que tendrás que viajar mucho: los idiomas sólo se aprenden en el país de origen. Así que hijo, prepárate para la distancias... —Mamá, ¡no seas pesada! —exclama Andrés.

—¡Ni tú! —responde la madre, con humor—. Clara, ¡no te puedes ni imaginar cuánto nos costó convencer a nuestros hijos para que se viniesen al pueblo! —Mamá, a mí me daba igual... ¡Era Sole la que no quería! —Y ahora nadie se quiere marchar de aquí, ¿o no? —pregunta ella con ironía. —De nuevo, gracias por la merienda, y gracias por tu conferencia. Y ahora, ¿nos puedes dejar a solas? —Faltaría más. Inés se va risueña hacia la casa. Cuando entra, su marido la abraza por detrás. —¿Te acuerdas de cuando éramos jóvenes? Éramos capaces de echar siestas que duraban toda la tarde. Ella se vuelve y le da un beso como los de antes, de cine en blanco y negro, y con la experiencia que da el cariño que te profesas tras veintiún años de matrimonio.

—Aún me acuerdo de nuestros besos —dice, cariñosa. —Esto nunca se olvida...

Sole llega al cabo de un rato. Entra cabizbaja y algo tocada por lo de Álex, pero cuando ve a Clara se recompone. Como hoy también es noche de fiesta, han quedado en ir a comer algo en la feria y pasar la noche por ahí. Andrés aprovecha para ducharse, y las amigas tienen un rato para ellas. Están en el jardín, y empieza otro atardecer con colores anaranjados y amarillentos, dignos de una postal. Sole rompe el hielo. —Nunca pensé que diría esto, pero me encanta este pueblo. —No dirías lo mismo si fuera invierno. —¿Qué tal con mi hermano? —Bien. —Venga, dime la verdad...

Enseñame el cielo. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora